lunes, 13 de agosto de 2007

Voces Críticas/Contra la nada literaria/ Ariel Castillo



Por ARIEL CASTILLO MIER

La aparición de la novela La ceiba de la memoria, de Roberto Burgos Cantor, constituye una sorpresa múltiple para los lectores de literatura del país, en una época en la que los narradores nacionales parecen escribir pendientes del dramatizado televisivo, el cine bajamente comercial o los estantes impacientes de los aeropuertos, para lo cual conciben una trama light, de máximo doscientas páginas, letra grande y lenguaje ligero, apto para analfabetas funcionales, sobre sicarios maricas o asesinas apasionadas o chismes de ministerios o crímenes satánicos o infidelidades infames, y la desarrollan con base en las astucias del folletín adaptadas a la novela negra, calculadas dosis de aventura, sexo, exotismo, sangre, policías, política y esoterismo, óptimas para saciar el morbo que inspiran las esferas gubernamentales, el narcotráfico o la narcoviolencia.

Lo primero que llama la atención de la novela, por su contraste con el contexto colombiano actual, es la responsabilidad con la cual el escritor cartagenero asume su oficio. Minuciosa investigación histórica y cultural, literaria y lingüística de las épocas en las que ocurren las acciones, cuidadosa estrategia estructural que le permite a Burgos construir un orbe verbal autónomo y persuasivo, La ceiba de la memoria retorna a las grandes preguntas por el tiempo, la memoria, la libertad, la rebeldía, la dignidad humana, la esclavitud, el desarraigo, la muerte, la independencia, la aniquilación humana, las relaciones del hombre con el poder y las jerarquías, la naturaleza y la divinidad, y de manera simultánea, inconforme con las fórmulas narrativas canonizadas, retoma las raíces épicas del género con sus colectividades en pugna, experimenta con el lenguaje y las técnicas literarias e indaga en las posibilidades de la palabra poética.

Como el árbol que inspira su nombre, la trama de la novela se despliega en varias ramas, cada una de las cuales teje una historia susurrante y sombría con personajes reales y ficticios, entre las cuales sobresalen: el tráfico lusitano de esclavos africanos de Cabo Verde a Cartagena de Indias, visto desde las miradas del líder cimarrón Benkos Bioho, rey del palenque de La Matuna; de la princesa africana, cantora y ciega Analia Tu-Bari; de la esposa de un funcionario del reino, Dominica de Orellana, española arraigada en el Nuevo Mundo, y de los evangelizadores españoles, Alonso de Sandoval, aniquilado por el escorbuto, y Pedro Claver, paralítico y con Parkinson, en la enfermería del Hospital San Sebastián en Cartagena; las visitas turísticas en trenes y taxis del autor caribeño y su hijo a los campos de concentración nazis; y las circunstancias finales de la vida del novelista tejano Thomas Bledsoe, su escritura en el invierno romano de una novela sobre San Pedro Claver para indagar lo que perdura del último rostro del santo en la memoria de los hombres, y su amistad con Alekos Basilio Laska, un marino veterano y filósofo, de la estirpe de Maqroll el gaviero, quien ve la vida humana como una incesante desgracia.

Un sutil sistema de afinidades y contrastes entrelaza esas historias, distantes y próximas en el tiempo y en el espacio, que van desde los barcos negreros a los palenques cimarrones que tenían en zozobra a los blancos y estuvieron a punto de instaurar la primera república de negros en América en el siglo XVII, a los museos de la vergüenza de Auschwitz y Dachau del siglo XX y a las prehistóricas alambradas guerrilleras del siglo XXI, que, con sus diferencias técnicas, constituyen tres variantes de una infamia similar. Perseguidos por la Inquisición, los jesuitas Pedro y Alonso son las dos caras de la misma moneda: la obediencia ciega al dogma y la osadía de la duda, la incapacidad para la risa y la saludable ironía, el aturdimiento mediante la acción y el eros intelectual que intenta esclarecer el divino sinsentido de la esclavitud. Mientras Pedro descree de la letra, Alonso, Dominica, Bledsoe y el autor tratan de afirmarse a través de la escritura, Analia Tu-Bari intenta recuperar las palabras de la poesía y el relato oral que quedaron en la tribu, al otro extremo del mar, y convertirse en “una ceiba, guardadora de acciones, que bañe con su savia traída de otros territorios esta tierra” (p. 74), y Benkos resalta la importancia del grito. Dominica y Magdalena son el ama y la esclava, la blanca y la negra, el conocimiento racional y el mágico. El autor, formado en la tradición del parricidio, quiere comunicarle al hijo la necesidad de la utopía, para enfrentarse a un legado terrible. Bledsoe, Dominica, el autor, Alonso y Pedro personifican el viaje voluntario que contrasta con el forzado traslado de Benkos y Analia del África a Cartagena, emblema del despojo. La permanencia de la palabra opera como un conjuro ante la muerte y las amenazas de la nada. La mayoría de los personajes, peripatéticos, amantes de los libros, se embarca en diversos proyectos de escritura: la epístola y el Libro de Horas de Dominica, la novela de Bledsoe y su carta a Pedro Claver, las imposibles adiciones de Alonso Sandoval a su tratado y las notas del joven que viaja a Roma para estudiar Filosofía.

Esta inquisición irónica en las posibilidades comunicativas de la palabra, reveladora de una profunda conciencia del lenguaje, le permite a Burgos superar el escollo de la hagiografía, de la historia teleológica y de las constricciones de la novela histórica, para hacer de su libro una honda meditación sobre la escritura, el poder de la memoria y su infinita complejidad, evidente en la incesante galería de voces que nos ofrecen diversas aproximaciones a los sucesos, la del pasado y la del presente, la del extranjero y la del nativo, la del hombre y la de la mujer, la del anciano y la del joven, en las que sobresalen las preguntas y las hipótesis, más que las certezas y las conclusiones. Novela de la incertidumbre, La ceiba de la memoria se edifica a partir de la desconfianza en la visión autoritaria y en todo tipo de absolutismo, pero también en la necesidad de una aproximación a la realidad que deje huellas. Construida desde la ironía, la novela es al mismo tiempo biografía y autobiografía, historia y metahistoria, ficción y metaficción, afirmación y duda de la palabra, recreación del paisaje y la vida cotidiana de la Cartagena del siglo XVII y morosa reflexión sobre la vida y la cultura del Caribe.

Novela de postrimerías, La ceiba... se concentra en los momentos finales de casi todos los protagonistas, el tiempo de la enfermedad, la inmovilidad y la inminencia de la muerte, que conducen al individuo a la confrontación franca consigo mismo y al descubrimiento, en ese segundo cenital de agonía, del álgebra y la clave de su destino, del instante en que se sabe para siempre, como señalaba Borges, quién se es. Del único personaje del cual no se menciona esta etapa otoñal es de Dominica, quien con su nombre encarna la esperanza y la utopía, la ventanita de la luz, el aire limpio de la casa de la ficción, la defensa de la imaginación y de la ciencia, la apertura y el respeto de las ideas, la condena de la destrucción por la diferencia, la solidaridad, la entrega amorosa, la transgresión de las convenciones y la afirmación del cuerpo.

Vuelta al origen, La ceiba de la memoria regresa a la preocupación social de los primeros cuentos de Burgos (La lechuza dijo el réquiem y Cadáveres para el alba), pero la habilidad del autor con el lenguaje, su persistente invención verbal distancian al texto del testimonio comprometido exclusivamente con la política o con el rencor o el resentimiento y hacen de su novela una notable creación artística. La ceiba es asimismo un regreso a la escritura experimental de El patio de los vientos perdidos, pero ahora con la madurez de un novelista que se apropia una vez más de las ambiciones totalizadoras (hoy olvidadas o estigmatizadas) del Boom, su persecución de la palabra de fuego para desautorizar la larga cadena de mentiras de la historia en el país. La recurrente insistencia en ciertas imágenes —las oleadas lentas de cangrejos, las enfermedades, el bronco retumbar de los tambores en la noche, el olor a podrido, las aves acoquinadas, los mosquitos carniceros, los desperdicios, el zumbido de las nubes de moscas, el pus de las llagas, la ponzoña de los alacranes, la bestia del mar, la cópula ávida de los leprosos, las calamidades del clima y las pieles heridas— constituyen un antídoto contra el olvido de la vergüenza y contrastan con la constante alusión a la instauración del reino del Nuevo Mundo que culmina en el desastre delirante del orden europeo en América por la mentira, la ambición, el egoísmo de sus funcionarios y las condiciones distintas. Burgos, que había intentado en su narrativa anterior la recuperación del paraíso perdido de la Cartagena de la infancia, parece descubrir que detrás de su Edén irrecuperable yace una caótica pesadilla, un feroz e infeliz infierno.

De la madurez narrativa derivan a su vez varias escenas memorables en las que se alían la denuncia, el erotismo y el humor —el viaje a Tolú de Pedro, el romance mortal del soldado y la esclava bailarina, el coito oceánico de la blanca Dominica y el belicoso Benkos, la danza desnuda y nocturna de las negras para distraer a los soldados y despojarlos de sus armas, la traidora traducción al padre Pedro por parte de una negra de la confesión de otra, la forzada posesión de Atanasia Caravalí por el arzobispo y la visita del holandés errante al puerto de Cartagena—, y el ritmo marino de la novela hecho de encuentros y despedidas, navegaciones y regresos, fracasos y sueños, soles sofocantes y lunas lánguidas, pleamar y bajamar. A lo largo del texto se van distribuyendo fragmentos dispersos que al final proyectan una visión unitaria, como ocurre con las referencias al mar, a la manera de estrofas sueltas que poco a poco conforman un vasto poema, hasta esta obra ausente de la literatura del Caribe colombiano, por la tendencia de sus habitantes y escritores a darle la espalda. De este modo Burgos construye un texto que dialoga sin complejos con los maestros en el tema: Derek Walcott, Saint-John Perse, Álvaro Cunqueiro, Álvaro Mutis, Alejo Carpentier, García Márquez y, en especial, el Aimé Césaire de Cuaderno de un retorno al país natal.

Oráculo y salmodia, plegaria y grito, liturgia y profanación, lápida y vuelo, invocación intensa de la ciudad de Cartagena y del mar, La ceiba de la memoria es una muestra de las posibilidades de la literatura en relación con la historia, de su capacidad para trascender la narración, apropiarse de los contextos y contribuir a la comprensión de los momentos clave de nuestro pasado que siguen gravitando a veces de manera paralizante sobre el incierto porvenir.

Crítico literario.
Universidad del Atlántico.

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