viernes, 21 de octubre de 2011

¿PRISIONEROS DE DUROS ESPEJISMOS? / Víctor López Rache



Por: VICTOR LOPEZ RACHE

La poesía carece de época y edad, lugar y género… ¿cómo opinar sobre la generación de la porción de tiempo en que uno ha nacido? Sin embargo, nos hermanan circunstancias externas a la poesía. Violencias simultáneas, travesías por los altibajos de una realidad alterada; en fin, debemos crear en una época de veloz transición tecnológica, cultural y visual que, día a día, genera cambios en la forma de abordar lo inaprensible de nosotros mismos.

¿Hubo la reacción que toda generación debe tener con sus predecesores? Fue tímida en la concepción del mundo y notoria en la construcción de la frase, el tono y el manejo de la palabra. A movimientos anteriores el despliegue de sus hazañas humorísticas les permitió el triunfo gracias a la seductora espontaneidad que, irremediablemente, con el paso de los eventos se hunde en la nada. Esta experiencia aconsejaba aproximarnos a la poesía de manera individual y discreta. La gama de lecturas a nuestro alcance nos salvó de ser imitadores fanáticos de figuras internacionales de culto. En la juventud ya habíamos comprendido que es mejor ser un poeta –sencillamente poeta– con una voz propia que un famoso con visiones y sonoridades prestadas. Siendo sinceros, no alcanzamos el ostentoso título de relevo generacional.

Leímos, no para ver nuestros poemas como los únicos, sino para entender que antes de nosotros en Colombia existía la poesía, algo grave de aceptar en un poeta joven. Nos habían precedido Roca, José Manuel Arango, Quessep, Obregón, Cote Lamus, Mutis, Aurelio Arturo, autores fundamentales y, si la poesía se pudiera medir en años, bastante cerca a nosotros. Tan cerca que en pocas décadas se sabrá quienes, del siglo XX, fuimos poetas y quienes fuimos tenidos en cuenta porque teníamos acceso a editoriales, universidades, amigos, influencias. ¿Será que no se salva ningún poeta de los nacidos en el lapso propuesto por Luna Nueva?

La incursión de la poesía escrita por mujeres logró consolidarse gracias a su visión del mundo, a su autenticidad, a su preparación intelectual. Se expresan con libertad y no acuden a sensibilidades adquiridas en la subasta de las glorias de la poesía; lo confirma la obra de Piedad Bonnett, Amparo Inés Osorio, Orieta Lozano, Mery Yolanda Sánchez. Claro, en antologías y selecciones, a cambio de ciertas famas, uno quisiera ver más, por ejemplo, a Clemencia Tariffa, Nana Rodríguez.

Alrededor del dos mil alguien calificó a los poetas nacidos a partir de los 50, como la Generación Trasparente, creo. Hasta ahora no se sabe si se refería a que eran poetas sin un espacio visible o profesaban una ética. De afán se podría decir que predominaría un comportamiento ético. No tenemos profesionales del exilio, lo cual nos habría dado notoriedad. Carecemos de anarquistas oficiales, lo cual nos habría concedido el derecho a la irreverencia aplaudida por los risueños del poder. Nos faltó un loco oficial, lo cual nos habría permitido autoproclamarnos minoría normal con derechos a ser reconocida y aceptada. Fuimos poco audaces para crear nuestra nómina de aduladores. Y carecimos de temperamento para convertir nuestros poemas en una marca y, tal vez, ningún publicista no lo habría propuesto; pues en todas las épocas la poesía ha carecido de amplias clientelas.

Descifrando las realidades de nuestra alterada realidad, me atrevo a aventurar lo siguiente: a falta de leer nuestros libros, nos consideraron invisibles porque nos correspondió transitar impensables y veloces cambios. La imaginación nos decía que el mundo estaba incompleto mientras un oído escuchaba que la inspiración no existía y el otro que la poesía había muerto; un dedo ardía en las teclas de la finada máquina y el otro se paralizaba en el computador; un pie fatigaba el pavimento y otro retrocedía en el mundo virtual; el papel nos decía adiós y las pantallas táctiles, sin tocarlas, nos enceguecían; las violencias importaban armas capaces de eliminar el alma y a la vez ponía de moda el sicario, palabra y sujeto de épocas precristianas. Esta simultaneidad de mutaciones nos ha negado la fortuna de mantener nuestro ser concreto en un lugar de dimensiones visibles para ojos enseñados a ignorar lo impalpable de la vida y los mundos ocultos de la poesía. Están enseñados a vernos tan poco que, a nosotros mismos, nos ha correspondido preguntarnos si estamos vivos. Y no puede, ni podrá ser, de otra manera. Debimos vivir una época en que no se puede vivir y, sin embargo, somos tan persistentes que, todavía, intentamos reafirmar nuestra existencia escribiendo poesía.

A falta de leer nuestros libros, también, nos pudieron considerar Trasparentes porque fuimos ajenos a la tradición que todo lo oficializó. A pesar de las condiciones peligrosas para la libertad de sentir, vivir e imaginar, permanecemos lejos de la fantasía oficial (cero inspiración en figuras de la pantalla); alérgicos a la clandestinidad oficial (nada de aduladores de la subversión); reacios a glorificar la delincuencia oficial (ni un versito a burócratas y políticos); adversos a los dogmas espiritistas (ninguna plegaria de justificación a los desmanes de Dios); enemigos de la miseria oficial (no pedimos ningún espacio de rodillas), aunque editoriales y recitaderos sugerían que entregásemos nuestra dignidad vendiendo como Gran Poeta, ya a una profesional de la limpieza del calzado, ya una actriz de televisión.

La falta de reverencia a los distintos tentáculos de la oficialidad cada día nos dejaba sin opción y, para completar, nos desligamos de mitos ancestrales y parroquialismos urbanos. Tampoco imitamos tonos declamatorios ni humorísticos; el enojo del poeta de negro llorón nos arrebató una sonrisa y nos causó honda pena la pose satisfecha del versista de la diplomacia; las músicas cansadas y los espejos ciegos no fueron nuestras guías; aún nos cuesta aceptar que las metáforas son eternas y su número inmutable; comprendimos que a un creador le es mejor tener hijos literarios y no padres, cuyas herencias los lectores cobrarán sin consideración. Cuánta angustia nos causaría que señalaran a un compañero de generación como el mejor poeta colombiano del siglo XVIII porque escribe como escribió aquel poeta en el siglo XVIII.

 Las conexiones anteriores a un ensayista o a un crítico no les serviría como sustento para llamarnos Trasparentes, menos cuando a ninguno de los poetas del 50 (según estadísticas, pasan de los cien) se le ocurrió, siquiera, proponer un manifiesto que, luego, permitiría ponerles calificativos. Fue otro de nuestros aciertos; pues encerrar a unos autores en un membrete es decir que no hubo ninguno, así se mencionen tres o cuatro como nombres sobresalientes.

Los gestores culturales sufrieron una mutación súbita en sus inexplicables emociones y, mientras caía hasta el Muro de Berlín, ellos levantaban duras fronteras alrededor de la poesía. Pálidos vimos llenar plazas de toros con poetas sin un verso. Parques enteros con auditorios prestos a aplaudir sin oír, sentir, entender. Supimos de concursos temporales en que llegaban decenas de miles de trabajos remitidos por personas que jamás habían leído a un poeta. Para los creadores raras veces ha habido un instante en los medios masivos de distorsión. Festivales y encuentros nos dieron la oportunidad de asistir, en vivo, a aquello que los expertos llaman literaturas comparadas. Pero si exceptuamos a los poetas de obra incomparable con las conocidas en lo largo del siglo, sobre todo, sirvieron para comprobar que los poetas colombianos, con trabajos muy superiores, carecen del espacio y la fama de sus pares extranjeros; basta leer las memorias sin la encendida pasión que profesamos a todo lo extraño a nuestra integridad.

Algunas de esas sorpresas literarias del turismo internacional, incluso, han sido alquiladas como jurados del único concurso –más generador de envidias que de poesía– que el ministerio de cultura celebra cada dos años en un país de casi 50 millones de habitantes. Siendo tan usureros con los estímulos a la creación, ¿por qué, más bien, no editarán poemarios para que pueda haber una valoración y un diálogo entre lectores, poetas y críticos? Tamañas ocurrencias, a algunos, nos hicieron comprender que el arte de la palabra también es de los vencedores. Y mientras el capricho de los vencedores sea el criterio, las antologías serán manipuladas, las colecciones vergonzosas, los premios capciosos. Y lo grave: mientras el arte de la palabra también sea de los vencedores, a la imaginación sincera le será imposible expresarse y la poesía seguirá despojada de sus misterios. Y lo más grave: mientras el arte de la palabra también sea de los vencedores, en otros ámbitos, el pavor será elevado a ideología sagrada.

En un mundo de normas sujetas a los humores de lo vigente, es ridiculizada la belleza que inventan los creadores atemorizados en su encierro. Por ello comprendimos que la voz personal, la hondura, la revelación, la vitalidad de un verso, normalmente, están divorciadas de los escenarios del presente. Mucho más cuando los espacios cada día se cierran en detrimento del desarrollo de los talentos. Se cierran aunque la globalización brinda la esperanza de acceder a los dones de la ubicuidad; pero brillar, al mismo tiempo, en Bogotá, México, Buenos Aires, Madrid, torna la apertura de las fronteras geográficas en barreras espirituales para actores distintos a los amos del comercio, la delincuencia y la frivolidad.

Así mismo comprendimos que el sello definitivo de un autor también puede ocurrir en sus últimos intentos y, confiando en esta posibilidad, en un anonimato superior al de nuestras publicaciones iniciales, no dejaremos de buscar la poesía en el mundo invisible, en las violencias, en objetos, en experiencias cotidianas, en las distintas variables del amor. De lo contrario, nuestra falta de terquedad le ocasionaría un rompimiento a la tradición de siglos, y ello nos concedería el rotulo de Trasparentes; pero no de poetas. Para tener plena certeza debemos esperar a que cesen los espejismos que todo lo nublan. O los fingidos espejismos.

Los desplazamientos que, sin movernos, hemos sufrido a lo largo de la vida han sido pocos para anularnos la capacidad de dudar y, entonces, antes que el vértigo le cause otra alteración a nuestra conciencia, es justo preguntarnos:

~¿Corremos el riesgo que conlleva la creatividad o, nos acomodamos a los moldes de épocas superadas?
~¿Nuestros poemas poseen niveles de complejidad mental y emocional, estilística y temática?
~¿Tenemos la dicha de leer escritores universales en contra del gusto, la comodidad, el prestigio, la familia?
~¿Nos amparamos en alguna institución, privada u oficial, para ostentar la poesía como adorno de nuestra personalidad ávida de culto?
~¿Descubrimos nuevos misterios para no agotarnos en los que han hecho posible la poesía vigente?
~¿Inventamos un mundo y somos fieles a él sin importarnos sus abismos?
~¿Cultivamos la humana memoria como resistencia a la supermemoria de internet cuyo fin es estimular el olvido?
~¿Tomamos la palabra para enfrentarnos, solos, contra la moda, la tradición y, en especial, contra la poesía y nosotros mismos?
~¿Convertimos en poesía las alteraciones ocasionadas al espíritu y la realidad o poetizamos como dicta el decoro de la academia que no causa ni percibe molestias?
~¿Intentamos la necesaria violencia de lenguaje, trasgresión a la gramática, trastornos a los significados y recursos literarios?
~¿Nuestros poemas parecen escritos por un pulso correctamente formado en talleres, facultades de literatura y recetas al alcance de un clic?
~¿Si el ambiente y la época determinan la poesía, entonces, VILLON y VALLEJO, por ejemplo, poetizaron en un tiempo y un entorno más propensos a la poesía que los nuestros?
~¿Somos autocríticos hasta el punto de eliminar lo que nuestra seguridad intelectual considera superior a la poesía consagrada?
~¿La sensibilidad insumisa, inherente a los poetas auténticos, nos ha llevado a sentir la felicidad de liberarnos de condicionamientos visibles e invisibles?

La falta de distribución ha impedido leer, siquiera, un libro de cada autor de la larga centena; sin embargo, el respeto incondicional a los poetas, la irrevocable confianza en la poesía y el egoísmo generacional, me dicen, sí, claro, sí. Y como una opinión no pretende emular a las laureadas Tesis con mínimo 199 bibliografías, de comienzos de la década propuesta por Luna nueva, se podría citar a Samuel Jaramillo, 50; Omar Ortiz, 50; Santiago Mutis, 51; Julio Cesar Arciniegas, 1951; Guillermo Martínez, 52; su forma de poetizar nos recuerda que el poema, como el helecho, no necesita de flores para ser bello. Estos poetas están más cerca a los de la década precedente que a los poetas de los umbrales del 60 como Flobert Zapata, 58; Robinson Quintero, 59. Por ello es absurdo hablar de generaciones y fronteras temporales cuando se trata de aproximarnos a los cultivadores de la poesía. Julián Malatesta, 55; Felipe Agudelo, 55; y Armando Rodríguez, 56, serían el punto de equilibrio junto con Rómulo Bustos, 54, cuya obra es reconocida dentro y fuera del país, y a quien debemos agradecerle versos como los siguientes:

Has construido un buen vacío
Ponlo ahora sobre tu corazón y aguarda
confiando en el paso de los años.

Además del resultado del buen vacío que por fin certificará nuestro paso por la tierra, mi fe irrestricta se basa en lo siguiente: La poesía ha existido sin poetas, sin territorios, sin alfabetos oficiales e, incluso, sin lengua; en cambio, los espejismos pueden nublarlo todo de acuerdo a las dinámicas del equipo interdisciplinario de mercadeo y publicidad. Y mientras este dinamismo alcanza el máximo punto de la curva en que desaparecen espejismos y novelones, ojalá exista algún aventurero del lenguaje, la imaginación y la paciencia que, a falta de editoriales, tenga sus libros invernando en los archivos del silencio. Sería un acto de dignidad con el oficio del poeta: prolongar la esencia de la poesía en el anonimato, como sucedió con Aurelio Arturo, Carlos Obregón, Silva y, como ha sucedido, con poetas inevitables del resto del mundo. Esta tradición milenaria debe prolongarse para sonrojar la espectacularidad, los aplausos carnavalescos y las tiernas cadenas del afecto perverso que, a través de internet, convierten las neuronas en plastilina. Si ello no está sucediendo, no tendríamos poetas importantes para la historia de la poesía; pero con lo poco que nos ha concedido leer la nula distribución de las reducidas publicaciones, sin duda, tenemos poemas indispensables para la memoria. Y, ay, Señor de los Vacíos, la insobornable lectura que hacen los años, elimina las colecciones de finas pastas y con un par de poemas consagra a aquel poeta que las alucinaciones del presente habían refundido en las injusticias del aislamiento y la marginalidad.

¿Cómo se lee un poema? / Hugo Padeletti

Pido perdón por estas tres hojitas que voy a leer. Sé que la expresión improvisada es más vívida, aunque menos exacta, pero en est...