lunes, 18 de abril de 2016

PURPÚREA SELENE/ Cuento de Daniel Padilla Serrato


PURPÚREA SELENE

Se hacía llamar Condesa. Se esmeraba por darle a su aspecto un aire de seducción y elegancia, y ocasionalmente escribía versos para justificarlo. Cada mañana, después del café, trataba de encontrar frente al espejo ese ápice de convicción del que secretamente carecía, y que compensaba haciéndose peinados vistosos. No era bella, pero su cuerpo nos regaló más de una vez espléndidos festines. En una época de ingenuidad y bohemia unimos nuestras vidas bajo el mismo techo en la aventura del Arte, con resultados desastrosos. Era consciente de mi desdén por ella y sin embargo me legó todos sus cuadernos, en un acto que he querido interpretar no como una capitulación, sino más bien como una postrera arrogancia, pues no todas sus líneas carecen de belleza, y un anhelo metafísico las visita, si bien el estilo es liviano y algunas veces distraído, cuando no francamente pedestre.  
  Cierta mañana de octubre salió de la misa del alba con una botella de vino sin terminar como era su costumbre, rumbo al Parque de los Tritones, separado de la catedral por unos pocos metros. De aquellos últimos momentos quedan montones de documentos que coinciden en confirmar la gracia con que caminó hacia su banca de siempre, como un espectro en medio de la bruma que lentamente se disipaba. Hay una cantidad considerable de información repartida en coplas, poemas, cuentos, crónica roja, drama, documentos historiográficos y superstición popular que cualquier habitante de esta ciudad conoce de sobra, y que un visitante ocasional puede averiguar fácilmente mencionando el famoso caso de “la Condesa de Luna”, como fue conocida.
A mis años estoy a salvo del influjo de los disparates con que a menudo la gente ignorante se encapricha, pero no desdeño ni rechazo del todo el exotismo del color local. Muchos afirman —aún sobrevive el rumor en labios de comadronas inveteradas y sagaces costureras— que su familiaridad con las malas artes fue la causa de su               ¿cómo decirlo? inexplicable y repentina esfumación.     
Permítanseme las digresiones. Confieso que no soy historiador ni nada que se le parezca, y que estas líneas quizás no pretenden otra cosa que ser un descargo de conciencia o la necesidad de elucidar el motivo que tuvo para, momentos antes de su desaparición, redactar una nota confiriéndome la potestad sobre sus textos secretos, apuntes y borradores consignados en los póstumamente famosos “cuadernos”. Aunque he dicho que no soy ni siquiera un simple escribano, no me falta el buen gusto. Me reconozco un diletante, eso sí, un esteta profano, si se me permite la expresión.
¿He mencionado que muchos gozamos de su cuerpo? El placer que proporcionaban sus arrebatos sólo es comparable al pesar que nos embargaba cuando no asistía a las veladas de La Casona, el sitio predilecto de los intelectuales, bohemios, librepensadores y depravados —todo hay que decirlo— que habitaban el barrio viejo, cuyo único anhelo era que llegase la noche para dar rienda suelta a sus desmanes entre los muros recubiertos de musgo, bajo los tejados bañados por la lluvia sempiterna de esta olvidada provincia.
Llegaba siempre vestida de negro, con ropas que se arrastraban y ondeaban en una profusión de encajes. El pelo rojo o púrpura, los labios del escarlata más encendido, las uñas largas como dagas. Le gustaba recitar sus escritos antes de cada sesión, encender velas alrededor de unos extraños símbolos que ella se encargaba de trazar en el suelo, danzar en círculo, dejarse poseer por las ninfas, invocar a los faunos para que su mitológica lubricidad hiciera eco en nuestros sexos y nos fuera regalado por aquella velada el efímero grial de la perversión. Ahora, tan lejos de aquellos años que parecen apenas instantes, con medio siglo de por medio ido como un soplo, mi carne vuelve a estremecerse en el recuerdo.
¿Qué ocurrió esa mañana? Los documentos de mi archivo privado refieren, basados en testimonios de testigos oculares —mucho más confiables, a salvo de las omisiones del seco estilo judicial— que la Condesa, al salir de la catedral, empezó a musitar palabras en una lengua desconocida, luego a proferir aullidos, ora llantos, ora carcajadas, alternados con fragmentos de su obra de teatro y las celebradísimas Odas mortales. Algunos escasos transeúntes la llenaron de insultos; pero los más —sobre todo amanecidos, algunos de ellos contertulios habituales de La Casona— enterados de sus maneras, la rodearon riendo en un círculo apretado que pronto la cubrió de caricias atrevidas y bromas galantes aunque un tanto procaces, pues era conocida como uno de esos pintorescos personajes que animaban el lúgubre centro de la ciudad. Un recorte de prensa de la época, titulado “Luto en el universo de las letras” informa: “La reputada artista Condesa de Luna regaló al desprevenido auditorio una muestra de sus dotes histriónicas en uno de los sitios emblemáticos de nuestra culta ciudad. Emocionada luego de la ovación del público sensible y conocedor que esta mañana se dirigía hacia sus ocupaciones, la poetisa desapareció tras ser fulminada por un repentino rayo que no dejó rastros de su cuerpo.” Y sigue describiendo los pormenores del levantamiento del zapato de tacón alto —izquierdo, rojo, con trazos góticos plateados para más señas— que fue lo único que quedó de ella. Dentro del zapato encontraron, doblado y perfumado, el poder que —para envidia de mis rivales— me confería plena potestad sobre su Obra Completa, conformada por las ya mencionadas Odas mortales y el breve monólogo dramático El amor es un veneno que apuro lentamente, así como sobre sus cuadernos inéditos.
Corrió mucho tiempo por la ciudad el rumor de su obsesión por la muerte, de su trato con las oscuridades más profundas del alma, de su afición a las sombras, las cosas vetustas y decadentes, los lugares ruinosos y el maullido de los gatos negros. Si en su niñez fue llamada “la alondra herida” por la belleza de su canto mientras cumplía con las abluciones matinales, en la madurez, una vez alcanzado el reconocimiento popular por sus elegías, corrió paralelamente la voz de su condición de bruja, acusación que la persiguió hasta el último día. Pero, como ella misma confesó a una gaceta cultural, desde pequeña mantuvo una estrecha relación con la Parca. Este influjo fúnebre la acompañó siempre, al punto de volcarse en su poesía, especialmente en Odas mortales, plaquette de la que muchos críticos han afirmado que roza las más depuradas cotas de la lírica local. Los siguientes versos: Oh vino, dame tu sombra en mis pupilas/ bébeme brevemente hasta nacerme/ deja que el viento pise mis ojos/ con sus patas de carnero dan cuenta de la búsqueda metafísica, en ocasiones esotérica que guió su destino. Digo esto porque en el mismo volumen pueden encontrarse también invocaciones a fuerzas sobrenaturales y conjuros, como en el famoso “Exordio de Mr. Crowley” o la hermética “Oración al Belcebú interior”.
Nuestra Condesa nos dejó la ausencia de su canto pero pronto se nos hará diáfano el misterio de su partida. Mañana —al cumplirse cinco décadas de su viaje y según instrucciones anotadas en la página final de su último cuaderno— cuando miremos de frente la esfera radiante del sol veremos su alma quemándose en el infierno; yo comprenderé por fin mi papel en esta farsa y todos escucharemos el anatema que, desposada con Astaroth, la propia Condesa prometió componer para los poetas.

Daniel Padilla Serrato


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