lunes, 23 de mayo de 2011

DOS LIBROS, DOS AUTORES /Gabriel Arturo Castro M.

Por Gabriel Arturo Castro Morales

Todo lugar para el desencuentro   

Horacio Benavides

Gobernación de Norte de Santander,
Cúcuta, 2006, 74 páginas.


El silencio es una constante en toda la obra de Horacio Benavides, desde Orígenes hasta Todo lugar para el desencuentro, libro ganador del X premio nacional Eduardo Cote Lamus, 2005. El silencio ha fundado lo esencial de su escritura, su misterio, la comunicación de su vida interior. Y lentamente se ha vuelto pausa, calidez, secreto, habitación, dominio, fortaleza interior, gesto litúrgico. Dicha manera de concebir la poesía es posible gracias a su renuncia, meditación, vínculo mágico, sensibilidad, reserva y la elección preferente de lo que podríamos llamar “la gramática de lo humano”.

Al interior de Todo lugar para el desencuentro, existe una necesidad de interpretación acerca del hecho poético, pero desde la poesía misma y su acontecer libre, aquella que alberga al tiempo el pensamiento, la significación y la comprensión, es decir, la unión de lo dicho en su brevedad y lo que se mira del universo, al menos de un trozo de él. Una parte de la naturaleza la encontramos en la poesía del presente libro, donde se procura descifrar el destino a través de la luz, y en este caso, por medio del amor.

Dos epígrafes iniciales lo confirman: “Duerme en la sombra, incierto corazón”, de Fernando Pessoa, y “Quisiera hacer odas de guerra pero sólo el amor resuena en mi lira de siete cuerdas”, de Anacreonte.

La palabra se enfrenta al desencuentro, al maltrecho corazón, a la rivalidad entre la realidad y el sueño, pero igual a la incertidumbre, la inquietud, el dolor y la renuncia. Y lo asume a través de las contradicciones, la negación,  la enunciación de imposibles, por ejemplo, al escribir: “Dices lo que no dices”; “Déjame oírte cuando no me dices nada”; “Muéstrate  amor y no te dejes ver”;  “ Me da sombra la palabra que no dijo tu boca”; “Voy en andas del amor que no tuvimos”; “Cerrando los ojos para verte isla desconocida”; “Yo que no te veo tengo mil ojos para verte”; “Roguemos que perdure lo que no perdura”; “¿Cómo dar contigo ahora que estás aquí?”.

Utiliza las estrofas pequeñas, el verso corto y la conformación en cada poema de un acertijo, una adivinanza, una manera de descifrar el enigma y vislumbrar el secreto de la existencia y de la poesía misma.

El primer poema del libro, El corazón no aprende,  ilustra la afirmación anterior:

Anúnciate.
Piensa que el súbito encuentro
podría ser demasiado
para el maltrecho corazón.
Permite que me prepare
que articule antes las palabras
que no he de pronunciar.
La torpe adolescencia está lejos
y el corazón no aprende.

Decíamos  que Horacio Benavides aparece incrustado en el silencio, el secreto de esta poética, de su actitud vital. Silencio para acoger la palabra, para dejar que el misterio irrumpa en nuestra realidad. De esta manera, el silencio no es ausencia de palabra si no su presencia de otra manera, recogida tal vez como una tensión expectante.

El silencio se hace dominio, fortaleza interior, “gesto litúrgico”, en un espacio donde vive la imagen encarnada en sus manos y en una voz, ya no vacía que responde al exigente llamado de la memoria.

Es la fascinación del silencio, su potencia; herida que a la vez indaga, busca, sueña, duda e inquieta, tal como lo manifiesta Michele Sciacca: “El silencio es todo lo contrario a una ausencia. El existir esencial es lo opuesto a la ausencia; es la presencia de la plenitud y plenitud de un instante presente”.

Es que la poesía tiene como condición previa a su aparición, a su génesis, el signo de la indiferencia, el vacío, el despojo, es decir, la eminente necesidad que el objeto, la cosa o el ser muera para dar la posibilidad de un segundo nacimiento, una segunda creación, una nueva criatura.

Se instaura así, la poesía como la presencia ante la ausencia, el trazo poblado frente al abandono momentáneo, al retiro, al alejamiento que sirven de intervalo: “Cuando llegaste/ya habías partido/ Boca que se aproxima/ y besa en el recuerdo/ Froté mis manos/ al sol de un sueño/ Bebí ausencia”.

 La ausencia coincide con la muerte: oscuridad, falta, ruina, olvido, traición, ceguera. Leamos otro poema titulado  La mariposa de tu alma cruzando el abismo:

Una tarde de regreso a casa
escuchaste una música extraña
el crujir de mínimas armas
airados metales.
En el barranco de tierra cuarteada
diste con un nido de alacranes
enloquecidos de vida.
Barquero
hazle un puesto en tu nave
a este muchacho
que quizás olvidó su moneda
piensa que no es poco
escuchar una música
jamás oída.

Porque la poesía es testimonio concreto, así al frente esté la consecuencia del tiempo, la vejez, la pérdida de los seres amados, la nostalgia, la soledad, el desamor, la ceguera, el vacío, la huida, la lejanía, la sordera, la desaparición, la vigilia, la despedida, la impotencia, el desencuentro.
Sólo la evocación de los sentidos posibilita el caudal de esta poesía, ya que el autor  elabora su escritura basándose en circunstancias especiales que su ser advierte:

He vuelto a la orilla del río
y te visto salir Lidia
del pasado que no regresa.
Te has sentado junto a mí
plena de palabras no dichas
pagana y sosegadamente triste
con la fragancia de las rosas
en la memoria de las manos.
En este crepúsculo
oro mate y azul
en que la noche va entrando
como una nave oscura
en el puerto.

O en circunstancias que le fueron sugeridas por una palabra o una frase. Son expresiones escogidas, cargadas de fascinación, acuñadas para determinados instantes: una imagen interna o externa que aparece. Aquello que es aprehendido en un momento especial, concentrado, que toma contornos, en tanto que es una aparición:

Mi mano encuentra
tu mano
y una ola cálida
cubre la playa de silencio
Tu mano y mi mano
como dos que caen
con los ojos cerrados
                       
La memoria y la expectativa enlazan la aparición con las experiencias y los sueños más antiguos de la humanidad, y con los tanteos de las búsquedas más recientes.
El poema – o los poemas- de Benavides no se basan en un despliegue orgánico, si no en un grupo de instantes que forman una sucesión, una yuxtaposición.

La aparición de las palabras se impulsan mutuamente, se iluminan y llegan a producir las visiones; pero estas visiones se exponen a menudo a la oposición de nuevos instantes, a deslizamientos de nuevas palabras: “Escucho/ lo que no puedo ver. El perfume errante/ de una dispersión de semillas/ Dulzura de azahares/ en los recodos del agua”.

Entonces vemos los objetos de un modo no habitual, con un significado que trasciende lo referencial, descubriendo lo que está oculto: “El viento trae/ el fantasma de su perfume/ Escucha ya/ de sus cencerros/ la música que nos acelera/ el corazón”.

En este sentido opera de modo simbólico, haciendo que lo más trivial resulte sorprendente.
Lo anterior es una memoria simbolizada y que alude a los sueños, considerada ésta como un estado de conciencia.

La memoria es un estado donde predomina la sensibilidad y   por lo tanto va siempre ligado a la magia, a  la imaginación  y el sueño.  

Muy cierto, en  Todo lugar para el desencuentro hay una autoexploración y un descenso al yo. Sin embargo, sus órbitas, aunque intimistas, no son cerradas o estrictamente personales.

La impulsión verbal llena el vacío del pasado y las imágenes se desarrollan en una fuga. Porque el poemario de Benavides es una aventura por el tiempo. Su imaginación desprende a los objetos de sus configuraciones sensibles y fácticas. No levanta una fantasía caprichosa sobre la realidad, sino, respetando la poderosa sugestión inicial de las cosas, completa la otra mitad invisible de la figura que ellas inician, mediante una creación de raíz reminiscente.

Un lenguaje que evoca raíces, orígenes, que es sombra de murmullos, de ecos lejanos y cercanos: “Había comprado estos zapatos blancos/ esta ropa blanca para ir a la fiesta/ y la sangre de mi hermano/ ha salpicado la manga de mi pantalón”.

Evocación, afán de confeccionar una atmósfera. Una voz escuchada que es urdimbre, trama viviente, tejido de tiempos vivos que dialogan. La frase es una clave que abre el mundo anímico, unión de literatura y vida, el poema como una forma plasmada, presenciada y mantenida por la vivencia, afecto, imaginación y oficio.


                                 
La tierra memorable
Gabriel Jaime Franco
Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá, 2006, 90 páginas.


Gabriel Jaime Franco es ya una voz madura, profunda, equilibrada, gracias a la búsqueda iniciada desde el libro En la ruta del día, hasta el sorprendente volumen que hoy nos ocupa: La tierra memorable, poesía en acto, poesía de la certeza, de cumplida realización. 
Su escritura posee fuerza y condensación. Además es concisa, clara, sólida y lo mejor, va más allá de todo posible juego literario para centrarse en la preocupación vital de la existencia y devenir humano.
El libro está compuesto de cuatro capítulos que en su totalidad componen una serie de poemas breves, numerados con romanos, textos que se engarzan y se esparcen con sentido metafórico. Sugerentes, ascéticos, espontáneos y vitales, los poemas de la tierra memorable son reflexiones donde habita el hecho poético, el mundo y sus  contradicciones. El inicio del texto V del primer capítulo sirve como ejemplo:

Miro por la ventana. Estoy realmente mirando por la ventana. Y del fragmento del mundo ofrecido por ese fragmento de ausencia ingresa un mundo: la calle tocada por la lluvia, las palmeras con sus hojas de bordes amarillos por el sol, las parejas de jóvenes enamorados de cuyos zapatos de charol uno puede inferir un porvenir hecho pero ilusorio, los autos, los pregoneros de cualquier cosa, los ladridos del os perros, el aire y la luz, y siento de repente, por no sé qué desconocida razón, que he desviado mi camino.

Sensibilidad, ética y vida, serían esos tres órdenes de la creación de Gabriel Jaime Franco, instancias que podemos advertir a partir de su tono intensificado. Lo cotidiano y lo existencial toman otra significación:

(Pues en la noche los objeto estaban reducidos a sí mismos, finamente demarcad su contorno por la penumbra silenciosa: quedaban obligados a admitirse, libres de la servidumbre a una mano, un ojo: se agazapaban, en la noche. Sobre sí mismos se recogían en la mesa, el pequeño nochero metálico, las puertas, los ojos ausentes de luz en los retratos: todo era conspiración de lo  inerte contra el pequeño ser dormido).

Poètica de la proximidad y el desarraigo, del desasosiego y la desmitificación, una poética que testimonia el dislocamiento del mundo, la expresión de un drama de uno y todos los hombres. Se introduce el yo, profundo y poético, como un símbolo de todos,  el yo colectivo y compartido, pues la relación escritor – escritura en la tierra memorable rasa todo fantasma biográfico y anuncia que el drama pertenece a todos. El ensayista Carlos Eduardo Peláez, autor del prólogo, lo expresa así:

El libro comienza con dos epígrafes que hacen del yo la vía por donde iremos a transitar entre metáforas, interrogaciones, enigmas, conjunciones y el fondo existencial de los poemas. El yo se convierte en el centro mismo de lo relatado: el hombre. El hombre, esa invención reciente, al pensar de Foucault, se establece en él mismo,  es la acción de la existencia que guarda la memoria como la más completa individualidad.

Y lo ratifica la voz de La tierra memorable: “Soy este hombre/. O aquel/. Si: yo es otro. Soy un chino, un canario, un irlandés.  Yo es otro/. Cualquiera. Hasta el rostro es el mismo, si se mira bien”.
La espontaneidad creadora viene de aquella raíz compartida. El asombro se comparte al aceptar otras voces, otros seres capaces de participar en su intuición. La soberanía  interior se pierde, se fragmenta a favor de otros, poseedores también de la angustia.
El poema VII del primer capítulo así lo confirma:

Silenciosamente empuja a mi sangre
un eterno rumor de estrellas.

El mundo palpita en mí,
lo que vive me habla
desde su pálpito,
y yo lo escucho.

La vida se agita
entre el mantillo,.
devuelve la luz
desde las hojas muertas.

Agua, noche, tierra o pájaro:
yo estoy solo
frente al milagro,
y lloro.
Jamás tendré palabras
para devolver la luz donada.

Pues yo voy del milagro vivo
a los niños muertos,
al milagro roto.

La materia de esta poética es la existencia actuante, la cual va de la propia mismidad (intimidad, clausura, encerramiento), a la apertura, comunión y participación en las cosas del mundo.
La realidad individual de cada hombre, incluyendo la del escritor, se halla originaria  constitutivamente abierta a la realidad de los otros. De allí que La tierra memorable disponga de una actitud intuitiva y coexistencial de la poesía, es decir, de la memoria, aquella experiencia que se interioriza y se aloja en el ser como huella duradera o profunda, siendo posible su evocación como signo de la vida activa:

                                               Aquél que fui se hunde en la soledad de la memoria.

                                               Llora aún bajo las cobijas tibias,
                                               en la noche inmensa y solitaria,
                                               abandonado a sí mismo,
                                               solitario y llorando en la humedad de su propio
                                               aliento, él y la noche,
                                               oscuros y solitarios.

La memoria poética ordena los objetos, hace visible lo invisible, permite que los espectros del tiempo tomen vida propia, desmomificando al hombre, haciéndolo verbo de adentro hacia fuera. El rostro pasado se interioriza, toma vida tras la rememorización del tiempo. Tras un mundo espontáneo aparecen las imágenes que el poeta escoge, aprecia, valora y reúne tras el corpus del poema:

                                               Infancia también del a crueldad más pura
                                               recuerda
                                               recuerda
                                               recuerda al pequeño pez de colores
debatiéndose sobre las arenas cálidas

los hermosos lagartos de color pardo
apedreados sobre extensos muros veteados de cal
muerta

Los pájaros     de brillante plumaje
muertos al lado de los nidos
los ojos aún vivos de las ranas muertas
a los ratones
acorralados de pavor en los rincones

recuerda
recuerda al niño amigo         recuérdalo
sometido a duras pruebas
y suplicando el abrazo de una breve pertenencia

recuerda los furtivos abrazos nocturnos
al más dulce de los miedos.
al único miedo tolerable

La tierra y la memoria, los territorios imaginados, la fascinación del tiempo, la búsqueda de las esencias espirituales, a todo ello se enfrenta de manera lúcida el libro de Gabriel Jaime Franco.
Porque la puesta en escena de la memoria viene a punzar al lector, a decirle que la poesía restituye al tiempo y nos lleva a una nueva experiencia, emocionante y más intensa. El tiempo de la tierra memorable nos conduce hacia el drama de los seres de la evocación y nos invita, según Carlos Eduardo Peláez, a detenernos “en la mirada de un niño que es el padre de sí mismo y espera al que crece, al que gana su visión del  tiempo. Abre espacios que habitan confusiones, reclamos, historias, maravillas. Hace de la palabra el testimonio de lo que ha pasado por la tierra dejando la marca, cuando menos, de su esfinge interior, que siempre pregunta para que el desierto se extienda en una tierra memorable”.





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