Por Elmer J. Hernández E.
Según Peter Sloterdijk el Humanismo del Renacimiento fue posible gracias a una inusitada amistad pactada entre hombres sabios, y expresada mediante un invento antiguo: la escritura. Constituida en el medio por el cual esos hombres se encontrarían para torcer los destinos de la cultura, la escritura hizo posible lo que jamás pudo ser en la Europa Medieval, y fue el meticuloso ejercicio del observar, el sencillo hábito de la reflexión y la libre circulación de las ideas, más allá de las fronteras territoriales, por encima de las lenguas ya configuradas y pese a los violentos estertores de un sistema en decadencia.
Cada sabio del renacimiento se entregó al hábito de la escritura, convencido de que otros en ese momento hacían lo mismo en diversos rincones de Europa: escribir textos extraños sobre una realidad que de la obscuridad emergía rejuvenecida ante los sentidos y el intelecto. Y muchos de ellos, sin llegar nunca a conocerse, se pusieron en contacto mediante los textos escritos, y así vivieron el asombro deparado por cada obra nueva y se admiraron y se agradecieron los unos a los otros y permitieron que fluyera tranquila y contundente esa bella complicidad que suele surgir entre quienes buscan el saber con sinceridad y desenfreno.
Y así, estos hombres iniciaron un tejido de conversaciones escritas que habría de modificar la cultura medieval y abriría la senda de los tiempos modernos, de modo que de su trabajo, y volando de mano en mano, la Europa Occidental conoció extrañas obras que, a modo de epístolas, tratados, obras líricas o relatos fabulosos, ensayaban sobre la filosofía, la ciencia, las artes y la literatura, en una época en que aún no se sabía bien qué hacer con los últimos remanentes de oscuridad medieval.
En esos tiempos era posible tropezarse con textos que versaban sobre nuevas configuraciones del universo fundamentadas en las leyes físicas, sobre inusitadas edificaciones del estado y de la convivencia, sobre los asuntos de dios y los asuntos de los hombres, sobre la enigmática naturaleza de los hombres y la digna y orgullosa condición humana; pero también sobre extraordinarias utopías donde la felicidad era posible, y cuyos alientos aún acompañan a quienes buscan nobles ideales. Pero esos logros se le debieron a la escritura, una escritura que no tardaría en navegar hasta el Nuevo Mundo.
Desde entonces, innumerables acontecimientos se han confabulado para desmentir las pretensiones humanistas del Renacimiento Europeo; muchos de sus propósitos son ahora polvo de la historia o cómico material de nostalgias; y sin embargo, a pesar de ello, quizá lo único que persevera inamovible es la necesidad de la escritura en tiempos de obscuridad. Esa fue, quizá, la mayor lección que nos legaron dichos humanistas, esos amantes de la vida y productores incansables de saber y de conocimiento.
No se trata, por supuesto, de volver al Renacimiento Europeo; no se trata de desempolvar humanismos imposibles; no se trata de redescubrir las leyes que rigen lo existente; no se trata de devolverse en el tiempo ante el pánico que produce el presente, ante la frustración de los sueños malogrados y ante la impotencia que adviene en mitad de una tragedia cerrada en sí misma y en apariencia carente de solución.
De lo que se trata es de volver a esa escritura fraguada en una renovada visión del mundo, del hombre y de la vida, mundo, hombre y vida inmersos hoy en la obscuridad de fieros dogmatismos. Una escritura que retorne al primigenio nido de las preguntas… Hoy se hace necesario volver a las preguntas originarias porque en todos los labios aparecen respuestas que no responden a pregunta alguna.
Pero también se requiere volver a una escritura libre de las ataduras de toda clasificación: los géneros literarios no son fines sino medios de que se vale la escritura para hacer posible la reflexión propia de la filosofía, de la ciencia y del arte. Y eso también lo entendió el hombre del Renacimiento que nunca supo con exactitud si lo que escribía era un tratado o una fábula o un relato… Él tan sólo ensayaba. A propósito, debe decirse que hoy tampoco los géneros tienen fronteras por cuanto sólo son expresiones de la escritura. ¿Acaso es posible perseverar en la falsa creencia de que hay fronteras nítidas entre la filosofía, la ciencia y la literatura? Filosofía, ciencia y literatura le deben su sentido a la escritura.
Así, pues, hoy cuando la escritura está en peligro de ser asfixiada por toneladas diarias de información, cuando la información ha substituido al saber y al conocimiento para erigirse en una verdad hecha de tinieblas, y que, por tanto, no ofrece concesiones, la luz de la escritura se torna inaplazable… La información no sólo agrega sombras a la ceguera sino que separa a los hombres y a los pueblos y los torna irreconciliables. Por eso se requiere volver a la amistad que provoca la escritura, ese infinito espacio de los buenos encuentros donde el hombre no se muere de envidia ni de miedo sino que vive gracias al asombro que les suscita la verdad del otro, tan distinta a la suya y sin embargo tan edificante y sugerente de una nueva escritura.
Sobre esos criterios pretendo esta noche ofrecerle a Ibagué un libro de relatos y que ya el Magister Leonardo Monroy tuvo la gentileza de presentar. Sobre ese libro sólo quiero señalar que su propósito es el de mostrar mundos posibles, el de señalar sensibles aspectos de la enigmática condición humana y el de contribuir al afianzamiento de esa amistad que surge de la buena lectura. Como el libro de Cuentos INTERSTICOS, que tuve la dicha de ver publicado en 2003 a través de Germinar Editores, este libro es el producto de la amistad y va dirigido a la amistad, dedicado, por supuesto, a esos espíritus nobles y siempre abiertos a lo más humano del hombre… Espíritus de hombres atrapados para siempre en la escritura y espíritus de hombres atrapados en la dinámica de la conversación cotidiana y, en fin, espíritus humanos que a través mío hoy hacen posible La calle del capitán.
* Discurso leído en el lanzamiento del libro de relatos LA CALLE DEL CAPITÁN, el 10 de Abril de 2003 en la Biblioteca Darío Echandía de Ibagué.
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