(Sobre el
libro Pequeño mito del bosque de Gabriel Arturo Castro)
Si el fuego se extiende, ¿dónde se levantará el arco
iris? Gabriel A. Castro M.
Este
libro que se abre de manera mágica ante los ojos del lector es también una
forma de bucear en medio de las profundas aguas de lo misterioso. Entre esas
zonas oscuras surge todo aquello que ha permanecido oculto, como antiguos
secretos, que se revelan sólo cuando es posible mirar de frente a los ojos del
animal en el que ahora nos reconocemos. Esta suerte de anagnórisis la hace
posible el poeta mediante un viaje singular que le permite, a través de su
particular alquimia, ir convirtiendo el detritus de la cultura occidental,
luego de una larga y dolorosa anamnesis, en una celebrada realidad, distinta a
eso que nos venden los medios de comunicación.
Contraviniendo
todo tipo de manuales, en particular aquellos que validan el éxito y el
marketing editorial, el poeta prefiere el tono, cada vez más personal, que lo
irá acercando a la construcción de atmósferas y ambientes llenos de
sugerencias, voces y matices, por lo general, más cercanos a lo nocturno, pero,
igual, de manera antitética, a la luz. La
figura del fuego se irá extendiendo como un vasto incendio a lo largo de todo
el libro, el que por suerte no termina devorado por sus propias llamas.
Un cierto
dejo romántico, un sesgo hecho de manera intencional, que le permitirá al poeta
hundir su daga justo en la hendidura que se abre entre la modernidad y todo
aquello dejado con descuido por el incontenible avance de las locomotoras y las
fábricas con sus chimeneas humeantes, es el que marca el libro en su atmósfera
más íntima. Allí, en esa herida abierta, arrojará no solo luz y sal, sino todo ese
piélago de animales para que empiecen a mortificar la llana tranquilidad, el
confort y el arrellanado aburguesamiento de esas otras criaturas que se niegan
a la animalidad sólo por arrogancia o porque viven en la creencia, muy
occidental, de que vivir conectados a un Smartphone
nos hace más inteligentes y capaces.
Aquí, el
poeta es asumido como el chamán de las sociedades contemporáneas, acaso ante la
incapacidad de esa misma sociedad para asimilar el vertiginoso paso del
progreso, la idea de desarrollo y civilización. A manera de respuesta, Gabriel
Arturo Castro, decide convocar las deidades del presente para sumergirse en los
pliegues más recónditos del tiempo, hasta encontrar el fuego prometido, el
fuego ahora capturado por los modernos prometeos, esos que se niegan a mirarse
en el espejo por miedo a reconocer en el rostro de la Medusa, el rostro del
animal, la propia mirada, quizás llena de terror.
La
pregunta del poeta no es en vano: “Si el
fuego se extiende, ¿dónde se levantará el arco iris?” No le falta razón,
además, al lanzar la llama de la inquietud: “Sólo le basta lanzar las astillas
de la palma para cazar los pájaros nocturnos”. Si todo es prosa moriremos
aniquilados de física llanura; si todo es parte de esa conspiración moderna
para convertir, hasta lo más sensible, en prótesis y extensión de los sentidos,
gadgets que crecen como extensiones
de la vista, de los oídos o de la memoria, ¿entonces no habremos llegado al
final de la utopía, del arco iris que se oculta y ya no es promesa? ¿No es
acaso el teléfono móvil una extensión, una prótesis, de la lengua, de los ojos,
de los oídos y de la memoria?
En el
poema Embriaguez el autor deja
entrever esa mutación que ha vivido la sociedad contemporánea:
El hombre
del bosque cortó la sombra del viejo árbol,
aquel
espeso ramaje que sostenía la embriaguez de los
pájaros
de diablos y lunas, y al mono aullador fijando
su voz
ebria sobre la copa o la corteza.
De la
tala surgió un misterioso árbol, segunda reunión
de
espigas, madura sombra, extensa y cierta.
Ahora la
flor seca huele a vino rancio.
La
embriaguez del hombre moderno, el que se cree soberano y autónomo a pesar de
Freud y Jung, a pesar de las sombras que van quedando en medio de la
automatización de la vida, incluso la más espiritual, es puesta en evidencia; es
la embriaguez y la borrachera que produce la tecnificación de la vida, la
exclusión de eso que Husserl llamó “el mundo de la vida” para darle paso a la
instrumentalización propia de las sociedades contemporáneas, del pensamiento
tecno-científico, por encima de cualquier asomo de lo humano y del humanismo; es
la embriaguez que produce el saberse soberano porque se tala el árbol (El
hombre del bosque cortó la sombra del viejo árbol) y desnuda su existencia
y de paso corta el aire, el oxígeno, la tierra, el cielo, los pájaros y su
maravilloso canto. Es la borrachera del hombre que saluda “la flor seca”, la
flor artificial, la flor de plástico que remplaza la natural, incapaz ya de
diferenciar entre una y otra, entre el mapa y el territorio, envuelto quizás en
la pesadez que deja “el vino rancio”.
Si el
fuego se extiende, la demasiada luz no permitirá ver el arco iris. Asistiremos
entonces a la costumbre de la luz y, en ese sentido, a la ceremonia cotidiana
de los que no saben (pueden) ver o de
los que ven demasiado. Ya ciegos, por la costumbre de la luz, nos convertiremos
en animales escleroftálmicos, incapaces de cerrar los ojos, porque los párpados
han sido eliminados para darle rienda suelta al homo videns, al hombre que lo quiere ver todo, que quiere
presenciarlo todo o que es incapaz de dejar de ver. Es el castigo mítico del
hombre contemporáneo, una suerte de voyeur, muy a su pesar, que va por las
calles de las grandes ciudades registrando con su mirada todo cuanto ve. Intoxicado
de imágenes, finalmente, decide hundirse por completo en las sombras: “el miedo
del sol habita su rostro” y “Clavan candelas en los ojos de los dioses”:
En el Pequeño mito del bosque, Gabriel Arturo
Castro, nos muestra otro mundo, la más desnuda de las realidades, y ese hecho
puede ser una fuerte interpelación a la sensibilidad del lector distraído. Para
ello nos presta y nos facilita los ojos de animal, de salamandra, para aprender a ver el mundo de nuevo, con
otros ojos, con esa mirada que, salvada del fuego, nos prepara para aprehender
la realidad “real” ¿la verdadera realidad? Convertidos en salamandras podremos
ir por el mundo inaugurando formas a partir del fuego, de la luz, porque, como
se sabe, es la luz la que nos permite percibir las cosas al darles cuerpo y
sacarlas de entre las sombras: “de las llamas/ saldrán pájaros de colores y de sus
plumas harán sus/ vestidos los muertos”. ¿Serán los poetas los únicos seres
capaces de convertir, como taumaturgos, la nada o la oscuridad en destellos y
relámpagos oníricos, paisajes donde: de las llamas/ saldrán pájaros de colores
y de sus plumas harán sus/vestidos los muertos?
A la
manera de Rilke, y siguiendo el epígrafe del libro, habrá que decir: “Lo que
está fuera, lo percibimos tan sólo/ por el rostro del animal. ¿Y qué es lo que está fuera? La pregunta es
no solo inquietante. Lo que está fuera es igual a lo que está dentro? O algo
creado, prolongación de la mirada, y que para poderlo percibir hace falta esa
suerte de conmoción sensorial de la que hablara Rimbaud en su Cartas del
vidente: “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado
desarreglo de todos los sentidos."
Sólo
la salamandra escaparía al sol fuerte que quema
los
huertos. El ardor le subiría al rostro y
su cuerpo se
tornaría
opaco, opuesto a la luz, pero jamás tendría ella
lugar
al lado de la cavidad de la llaga, su abismo abierto,
sangradura
de río, honda acequia que dibujó la
piedra roja.
La salamandra siempre habitó en el fuego.
Lo que
está fuera incluye al animal mismo con su rostro metamorfoseado. ¿Habrá aquí
una suerte de fenomenología primera? Una manera de ver desde la cavidad de los
ojos, desde la no mirada, porque al fin y al cabo uno no ve con los ojos, sino
con el cerebro y con todo el cuerpo. O porque, después de todo, habrá que
terminar confesando, como Merlau-Ponty, que “toda mirada es un pensamiento
condicionado”.
El hombre
contemporáneo se comporta como ciego, producto de su soberbia y arrogancia. Camina
aturdido, en medio de la bulla y del ruido propio de la moderna sociedad que le
apuesta a la exacerbación de los sentidos, al disturbio sonoro y visual, para
huir de sí mismo, del silencio y de la capacidad para conectarse con su
dimensión sagrada. De allí que sea incapaz de ver las columnas de humo que se
elevan en la distancia, del incendio que se extiende y que va consumiéndolo
todo:
Al
final, extinta la llama, únicamente podía ver un
puñado
de líneas delgadas sobre la ceniza.
Como sé
que al autor pocas cosas se le pueden pasar sin que fije su ojo crítico y de inmediato
devele su presencia, no me atrevería a sentenciar que algunos elementos
reiterados a lo largo del libro permanecen todavía inconscientes y, en ese
sentido, mi lectura estaría, en cierta forma, mostrándolos para su sorpresa.
Hago referencia a la presencia del fuego, ya sea como elemento, simplemente, o
como el hecho simbólico que el autor es capaz de ir creando al mismo tiempo que
su particular fauna mítica. Lo mismo podría suceder con la noche y con esa
extraña dama que con frecuencia invoca el autor (Obstinada dama de la noche), que bien podría ser una alusión a la
poesía misma, a la poíesis, más que a
una mujer de extraviadas costumbres. De la misma manera, habría que decir que
recurriendo a una gran habilidad, la del escritor que sabe su oficio, construye
una atmósfera llena de imágenes celebradas desde esa navaja de doble filo que
es la adjetivación. De esta manera el texto se va tornando nocturno, antiguo, cenagoso, rancio, negro, enfermo, estancado,
inflamado, amargo, silvestre, corto, etc.
Es
justamente, en medio de esas evocaciones, donde aparece el mago, el brujo, que
hay en Gabriel Arturo Castro, como en todo poeta, para lanzar provocadoramente
rezos, letanías, imprecaciones, conjuros, sin que uno pueda diferenciar entre
un sortilegio y un Ars Poética. Habrá
que estar atentos y reconsiderar la posibilidad, en adelante, de mirar al poeta
directamente a los ojos, porque podría correrse el riesgo de terminar
convertido en piedra o estatua de sal, en el peor de los casos, en una bestia
propia de la extraña y rica fauna registrada En el Pequeño mito del bosque.
¿Cómo
perpetuar la noche señora?
Un
chasquido molesto responde y golpea:
extienda
un pañuelo de seda oscuro ,
deposite
sobre él una porción de antiguo tabaco ,
alas
de aves cebadas,
humo
de hojas secas, calabaza rancia ,
tierra
cenagosa y jugo de adormideras.
Cierre
el pañuelo, déselo al apagador de velas,
él
recorrerá el mundo provisto de la seda
y
su capuchón de ángel negro.
Que la
lengua nos salve de la quema final y que el humo que trepa en forma de señales
cifradas sea el silencio, el oscuro pájaro que canta sobre el alfeizar de los
ojos.
Julio
César Correa
Poeta, docente y dibujante
Manizales, 26 de febrero de 2012
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