La silla
Esta silla fue una vez alumna de
Euclides.
El libro de sus leyes reposa
sobre su asiento.
Las ventanas de la escuela
estaban abiertas,
De suerte que el viento volteaba
las páginas
Susurando las gloriosas pruebas.
El sol se puso sobre los dorados
tejados.
Por todas partes las sombras se
alargaron,
Pero Euclides no dijo nada de
eso.
Guante perdido
He aquí un guante negro de mujer.
Debe haber significado algo.
Un considerado extraño lo dejó
sobre el buzón rojo de la
esquina.
Por tres días el cielo estuvo
agitado,
luego, hoy día, cayeron algunos
copos de nieve
sobre el guante que alguien,
en el intertanto, había dado
vuelta,
de modo que sus dedos podían
cerrarse
un poco... sin formar un puño
todavía.
Yo, en tanto, esperé, con la
noche que venía.
Algo me dijo que no me moviera.
Aquí donde las llamas se alzan de
los tarros de basura,
y los sin casa duermen de pie.
Primavera
Esto es lo que vi: nieve vieja en
el suelo,
tres mirlos acicalándose,
y mi vecina que salió en camisa
de dormir
a tender en la cuerda las camisas
de su marido.
El viento matutino hacía difícil
engancharlas,
levantó el vestido tan por encima
de sus rodillas
que tuvo que dejar de hacer lo
que estaba haciendo
y dio una buena carcajada
mientras se cubría.
Escena callejera
Un muchachito ciego
con un letrero de papel
prendido en su pecho.
Demasiado pequeño para estar
fuera
mendigando solo,
pero allí estaba.
Este extraño siglo
con sus matanzas de inocentes,
su vuelo a la luna,
y ahora él aguardándome
en una ciudad extraña,
en una calle donde me perdí.
Al oírme aproximar,
se sacó un juguete de goma
de la boca
como para decir algo,
pero no lo hizo.
Era una cabeza, la cabeza de un
muñeco,
muy mordisqueado,
la levantó para que la viera.
Los dos sonrieron con una mueca.
Pirámides y esfinges
Hay una calle en París
llamada rue des Pyramides.
Una vez me imaginé que estaba
llena
de arena y pirámides.
El domingo que fui allí a
cerciorarme,
una pobre anciana que cojeaba
chocó conmigo sin verme.
Podría haber sido una egipcia
por su avanzada edad.
Apoyándose en un bastón y a prisa
pasó por las fachadas de las
tiendas cerradas
como si hubiera un desfile en
alguna parte,
o una ejecución para ver,
¡una cabeza ensangrentada sujeta
por el pelo!
El día era frío. Ella pronto
desapareció,
mientras yo examinaba un letrero
de circo medio despegado
bajo el cual había otro
con la cabeza de una esfinge que
me miraba.
La araña ausente
He aquí su tela, pero nunca vi
una araña allí,
excepto una falsa, ésas hechas de
goma
que se venden el fondo de una
tienda
con adornos para peceras y
juguetes para la bañera.
Queríamos una araña para asustar
a Mary,
pero en cambio le compramos una
serpiente de cascabel.
Se veía real. Se veía
absolutamente mortal
con su lengua bífida saliente.
Ella gritó. No pensó que fuera
divertido.
Su hermano lanzó la culebra a lo
alto.
Se enrollaba y desenrrollaba como
si tratara de volar.
Un árbol la enganchó. Le lanzamos
piedras pero sin resultado.
Cuando llegó el invierno y el
árbol perdió sus hojas
vmos la culebra agitándose en la
rama
como si tuviera frío. La araña
estaba
donde
estaba
atrás en la tienda.
Era negra. Incluso sus ojos lo
eran.
La tienda no tenía clientes para
Navidad.
Los cientos de muñecas baratas en
los estantes
precían asombradas, rosadas y
desnudas más
allá
de lo creíble.
Hotel Cielo Estrellado
Millones de cuartos vacíos con
televisores encendidos.
No estaba yo ahí aún, pero vi
todo.
El Titanic en la pantalla como un
pastel
de cumpleaños hundiéndose.
Poseidón, el recepcionista nocturno,
apagó las velas.
¿Cuánta propina deberíamos dar al
botones ciego?
A las tres de la mañana la
máquina vende-chicles
en
el lobby vacío
con su espejo recién trizado
es la nueva Madonna con su niño.
El Tigre
En memoria de George Oppen
En San Francisco, ese invierno,
había una pequeña y oscura tienda
llena de Budas somnolientos.
La tarde que entré
nadie vino a saludarme.
Estaba parado entre los sabios
como si tratara de leer sus
pensamientos.
Uno era enorme y hecho de piedra,
unos pocos eran del tamaño de la
cabeza de un niño
y tenían manchas de color sangre
seca.
Incluso había otros no más
grandes que un ratón,
y parecían estar escuchando.
"Los vientos de marzo,
vientos negros,
los arenosos vientos",
escribió el poeta muerto.
Al ocaso su calle estaba vacía
excepto por mi larga sombra
abierta ante mí como tijeras.
Su casa estaba donde yo conté la
historia
del soldado ruso,
ése que parecía chino.
Yacía herido en la cama de mi
padre,
y yo le llevaba agua y fósforos.
A cambio de eso me dio un pequeño
tigre
de marfil. Su hocico estaba
abierto de cólera,
pero no tenía rayas.
Hubo una noche en que yo pinté
sus ojos de negro, su lengua de
rojo.
Mi madre sostenía la lámpara para
mí,
preocupada por el tipo de suerte
que esta bestia podría traernos.
El tigre en mi mano rugió
suavemente
cuando estábamos solos en la
oscuridad,
pero cuando puse mi oreja en la
puerta del poeta
esa tarde, no escuché nada.
"Los vientos de marzo,
vientos negros,
los vientos arenosos",
escribió una vez.
1 comentario:
¿Quién es el traductor de estos poemas de Simic?
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