(Texto derivado de la lectura de la antología Las Esquinas del Viento de Héctor Rojas Herazo, preparada por Juan Manuel Roca y Felipe Agudelo Tenorio, editada por la Universidad EAFIT ).
“¿Cuál es la magia de este hacedor?”,se pregunta Juan Manuel Roca: “El hacernos sentir, asomado como está al mundo desde el hueco de una tapia del patio de su infancia toludeña, los pálpitos y las epifanías de ese pedazo de barro sublevado que es el hombre”.
Con toda razón y verdad interior, la poesía en Héctor Rojas Herazo es una manifestación espiritual que se revela en el lenguaje, a la manera de un momento delicado y fugaz. El espíritu descubre la cualidad de la luminosidad, lo olvidado se ilumina. Contra el poder del tiempo una santificación del instante que nos torna infinitos, imperecederos.
El tiempo interior y vivencial es el lugar utópico donde los distintos tiempos se concilian con el conjuro de la palabra escrita. Un tiempo inacabado, inconcluyente, que hace valer a esta poesía el ejercicio y la sentencia de retornar sobre los pasos y encontrar un mundo propio, intocado, inédito.
En el poema el tiempo da una sensación de movimiento circular o de espiral. Cuando el origen se recupera, el movimiento prosigue en una esfera superior. Lea,os aRojas Herazo:
Todos esperábamos al huésped en el umbral de nuestras moradas.
Todos habíamos traído lo que nos pertenecía verdaderamente.
Bajo las lámparas dulcemente reconocimos nuestros rostros,
en la alegría y el ungimiento.
El movimiento es de una perspectiva ontológica-existencial, pues las imágenes parten de lo personal pero lo superan. Moviendo que en Rojas Herazo adopta la facilidad del viaje evocativo e imaginario, ganancia de mundos posibles.
Para la poética del tiempo, el instante ha sido la categoría principal. Gracias a él, según Bachelard, “hallamos en nosotros una infancia inmóvil, una infancia sin devenir, liberada del engranaje del calendario”, o en un poema de Rojas Herazo:
Te hago el relato de estas cosas ahora,
cuando todos han muerto.
Cuando ya solamente la memoria
es río, cosecha, solitaria espuma de patios,
trinos que se deshacen en el calor
mientras dulces mujeres
parlan bajo las horas, en la tarde,
frente a tiestos de orégano.
De modo que basta decirlo para que el tiempo reanude su marcha. Ahora cualquier cosa es la señal: volver la mirada, reconocer los rostros bajo la lámpara, soltar los cocuyos en medio de la sal, dibujar un nombre en la piedra, preguntar por Dios, nombrar otra vez el vaso y la ventana.
El pasado tiene la extraña capacidad de retornar, gracias a lo cual el presente resulta atrayente por su misma extrañeza o ambigüedad, “especie de réquiem por la materia, aunque casi siempre la ronde la ironía de que los objetos sobrevivan a sus dueños y a sus voces, que fueron la traducción de esas cosas”, según lo expresa Juan Manuel Roca.
El tiempo y la eternidad, todo lo que dura se justifica por sí mismo:
O como todo aquello que, fastuosamente unido, consumándose,
reaparece y estalla en el suplicio de un instante.
La mirada retrospectiva es una cuestión de tiempo, ordenación y discriminación de la materia poética. La distancia en el tiempo reafirma la memoria. El hecho de actualizar el pasado en el presente ofrece el horizonte de otra realidad atravesada por la imaginación y el ensueño:
Pero somos nosotros, opuestos, ocupados,
en un duro recuerdo, en una terquedad lujuriosa,
en un tiempo nutrido de vapor, de gajos exprimidos,
que madura, que canta,
que oxida nuestros bordes al derramar su lava.
Encontramos en Rojas Herazo la recuperación del pasado desde la imaginación y la ensoñación, sobre todo alrededor de lo espacial. Extraña fuerza poética, cargada de dolor, basada en la profunda comprensión de las grandes y pequeñas tragedias de la vida. Inyecta la más pura y doliente poesía dentro de la ruina, encima de un mundo aunque caído es mágico.
Afirma Juan Manuel Roca, al respecto, que la ruina es una obsesión que recorre toda la obra del poeta: “Y no es que Rojas ponga la huella antes de dar el paso, como ocurre con las viejas vanguardias y sus dudosos manifiestos. Se trata de algo que conoce desde siempre: la casa, lo que todos en la familia llamaban pomposamente la casa, no era nada distinto a un montón de fieles y voluntariosos escombros, escribió alguna vez”.
El poeta interpreta el afecto del ser estremecido ante la ruina temporal y responde por él por la metáfora, la figura del tiempo anterior, el del origen, el de la matríz donde siempre se regresa:
Atravesando gestos, piel,
vagos asuntos,
dejando atrás mi sombra,
lo que soy en presente,
penetro en mí, me siento,
me palpo en lo profundo,
hurgo en orígenes,
piso en húmedos soles,
oigo mi cal blanqueando mi memoria.
Imágenes sugerentes dispuestas con reciprocidad analógica del universo, todo lo relacionado dentro de la casa se vincula mágicamente con el universo del cosmos. Rojas Herazo alude a la memoria universal, asociada a los sueños y a aquella infancia, como un estado de conciencia visionaria: sensibilidad, afecto, magia, exploración.
“Encontraremos al mundo cuando nos comprendamos a nosotros mismos”, decía Novalis. Geografía sagrada, rito y ceremonia del poema, aliento de la palabra, el verbo, la respiración y la sangre.
Es la función mediadora y gratificante de la escritura para conocernos y aceptarnos, la literatura como destino de lo humano, búsqueda, composición, reconstrucción de unos orígenes y raíces. La memoria deja de ser una parcela reductora para enriquecerse con visiones y miradas que generan una disolución ontológica, “el sonido de un hombre, el retrato, el reflejo del aire sobre el pozo y el día con su firme venablo sobre el patio”.
Preguntaba Nietzsche: “¿No sentimos acaso el aliento del espacio vacío?”
La memoria no se debilita ni se evapora, tampoco se desvanece. Queda en ella la afirmación llena de una presencia, como lo dice Rojas Herazo: “O sigues, por un filo de luna, el olor que te conduce a los viejos baúles”.
Es la memoria que se impone y llena nuestra visión de todo lo que se puede transformarse. Es vida a los ojos muy lejos de la catástrofe, pues el espacio de la experiencia sobrevive, se torna visible otra vez, resucita la casa, las campanas, las lámparas, el camino, el agua entre las piedras, los árboles sombreando un corazón, el valle de Caín, el mar de las noches oscuras y el viento en las tumbas.
La voz es la urdimbre, la trama viviente que unifica el espacio de los acontecimientos en la evocación, confección de tiempos vivos que dialogan. La memoria se hace visible por medio de la invocación de las voces, de la búsqueda que conjuga la experiencia y la realidad. La frase convoca a la realidad y la realidad es una prolongación de la frase, del mundo verbal que da cuenta del sentido espiritual del texto:
Todo este vasto, inmerso, sonido de nosotros.
Estos lagos de luz que, de súbito, apagan sus vidrios
y se funden en un lodo de memorias y días
para luego (un verano también nos aniquila
cosechar los terrores de unas horas concisas.
Cuando despiertos, enteros, ampliamos nuestro límite.
Así pone en presencia y aún en concordancia la voz y la escritura. Hay en Rojas Herazo “una elección de la escritura, una voluntad del libro plural”, donde escribir “es entregarse a lo incesante”. El poema es entonces el cuerpo de una forma plasmada, presenciada y mantenida por la vivencia, la aventura que se vale de la palabra. La palabra ocupa al mundo, descubre la realidad en el revés de la forma, brinda ecos, reflejos, metamorfosis, síntesis de lo más actual y de lo que de forma mítica se oculta.
De esta palabra parte un eco de sustancia misteriosa, ya que asistimos a la fe de juna poética, al alcance místico de las palabras y de las imágenes.
La experiencia se revela. Pero aún así el secreto no se rompe del todo, ya que Rojas Herazo concibe al poema de una manera interior, una visión casi de fino tacto, enseñando pero ocultando un objeto de índole espiritual, cuyos bordes “no son determinables con absoluta nitidez”, para ceñirnos a las palabras de Bousoño, ese camino “real de lo imposible fascinante”, del cual nos hablara René Char.
Palabras que ayudan a construir el gesto litúrgico del poema, de su vacío ya poblado y de su silencio de hombre interior, “escriba de sí mismo”, de “ese ser expósito y hondamente humano, que duda de sí mismo y es un manojo de temores, que es un obseso coleccionista de agujeros habitado por presencias tiránicas, lleno de patios arruinados, de cachivaches podridos, de mugido de mar, de luces perdidas, de papeles de alcaldía cuya tinta convierte la lluvia en lágrimas moradas”, volviendo al decir de Juan Manuel Roca.
Porque somos habitantes de la memoria, del corazón, de la interioridad. La historia personal y social (la poética del otro) se vuelve íntima, la fatiga del hombre es la del poeta y la del prójimo, igual su afán de subsistencia, su agotamiento y la condición humana e irreducible del verdadero del verdadero creador.
Rojas Herazo propone una interrogación sostenida e intensa, una religión que pregunta por lo ignorado, la razón de la crítica desnudez del hombre, una suerte de mapa que impone sus propios caminos, temores y pasiones.
Ahora la luz de la lectura debe irrumpir en la obra y el lector será un confidente: “Ves ese niño que contempla tu rostro en el espejo y vibra y te envejece mientras arde?”.
Una poesía que deja traslucir la complejidad de la condición humana: la esperanza y la consolación, la ruina y el castigo, lo perenne y lo eterno:
Tu presencia es, siempre, siempre,
una estación imprevista.
Somos inferiores a la energía de tu secreto.
Somos intrusos de un orden que aniquilamos con nuestra llegada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario