Tomado de Kalewche.com
La sociedad narcisista: todos escriben, nadie lee
El breve ensayo que compartimos a continuación, y que puede leerse como complemento de “El ocaso de la lectura“, de Alfonso Berardinelli, publicado hace algunos años (y que Kalewche difundió),
reflexiona sobre las prácticas de la escritura y la lectura en tiempos
de posmodernismo tardío. Esta época, la nuestra, culturalmente dominada
desde principios de siglo por la lógica de las redes sociales,
recientemente renovada –habría que decir “actualizada“, updated–
por la expansión hasta límites otrora impensados de los algoritmos de
«inteligencia» artificial, ha experimentado alteraciones profundas en
nuestras maneras de leer y escribir. Las formas de relacionarnos
socialmente que implican las social media, signadas por el
exhibicionismo, la apariencia, la superficialidad, la impostura, la
inmediatez y la banalidad, pero también por un individualismo extremo y
una soledad paradojal (cada uno, aislado, desde su dispositivo presa de
la ilusión de una capacidad de interacción virtualmente infinita), por
no hablar del emocionalismo del like y el hate, de
insospechadas consecuencias políticas, están siendo intervenidas por una
heteronomía algorítmica de consecuencias inimaginables. Lo que no hay
que perder de vista, es que la dominación cultural a la que nos
referimos está dirigida, en última instancia, por los grandes capitales
oligopólicos trasnacionales que controlan esa tecnología, movidos por la
consabida lógica de la ganancia. Fernández Recuero analiza las
transformaciones que esa lógica cultural –en última instancia económica–
han traído aparejadas en los hábitos de lectoescritura. El hecho de que
nunca en la historia de la humanidad haya habido más libros –o producción escrita en distintos formatos– que en el presente, no debe hacernos soslayar que cada vez se lee menos –por no mencionar la baja en la calidad de lo que se lee–.
Paradójicamente, cada vez se escribe más… textos que nadie lee. Tanto
la lectura como la escritura estaban otrora dirigidas por la voluntad de
comprender el mundo –y transformarlo, agregamos nosotros–
y comunicarse con los demás. Actualmente lo que prima es la expresión
del yo por sobre la comunicación, la producción de contenido por la
búsqueda de la verdad, nos dice el autor. Este ensayo fue originalmente
publicado el día 11 de septiembre de 2025 en la revista Jot Down.
Hoy he leído un artículo de El Mundo1 en
el que relatan que Lantia Publishing acaba de anunciar la compra de
Editorial Círculo Rojo, una operación que convierte a la empresa
sevillana en “el mayor grupo editorial de España por número de títulos
publicados“. La adquisición, asesorada por Banco Santander, unifica dos
modelos de autoedición industrial: el de Lantia, centrado en tecnología y
servicios editoriales, y el de Círculo Rojo, pionera en la publicación
bajo demanda. Con más de cuarenta mil títulos en su catálogo y una
producción automatizada en la que «no se queda ni un solo libro», el
nuevo grupo supera ya en volumen de obras a los dos gigantes
tradicionales: Penguin Random House y Grupo Planeta juntos. La cifra no
mide lectores, sino la magnitud de un fenómeno silencioso: la
autoedición de empresa publica más que la industria editorial entera.
No es un hecho aislado. Hace diez años, en una entrevista2 que realicé para Jot Down,
Koro Castellano –entonces directora de Kindle en español para Amazon–
nos revelaba un dato inquietante: «El 54 % [de los españoles] ha
empezado [a escribir un libro], pero el 82 % no lo ha terminado». Añadía
que casi la mitad de los veinticinco títulos más vendidos cada semana
eran de autores autoeditados mediante KDP (Kindle Direct Publishing). En
aquel 2015, antes de la inteligencia artificial y de la fiebre de los
textos generativos, Amazon ya había detectado el deseo masivo de
escribir. Castellano resumía el contexto con una frase que hoy suena
profética: «La auténtica competencia de la lectura serían los juegos de
móvil o las series de televisión».
Diez años después, esa
competencia se ha desplazado hacia el interior. Ya no es Candy Crush el
rival del libro, sino el propio escritor que cada cual lleva dentro. Si
entonces un 40 % de los usuarios había comenzado una novela, hoy la
proporción sería casi total ya que cualquiera con un teclado y un
chatbot gratuito puede producir una; incluso yo mismo imparto un taller3
para explica cómo hacerlo –con el consiguiente enfado de alguno de
nuestros lectores– . El yo se ha industrializado convirtiendo lo que
antes era un gesto solitario y esforzado en un trámite asistido por
algoritmos. Escribir se ha convertido en una prolongación del impulso
narcisista de la época, la versión literaria del selfie.
En una entrevista a Enrique Murillo, editor y fundador de Los Libros del Lince, que acaba de publicar Personaje secundario. La oscura trastienda de la edición afirma con derrotismo4:
«El libro ya no es para leer, es para regalar». Lo dice como quien
observa cómo el objeto cultural se convierte en una mercancía
sentimental. Poco antes, la influencer María Pombo protagonizaba una
polémica al declarar: «Hay que superar que hay gente a la que no le
gusta leer. Y encima no sois mejores porque os guste leer». Sus
estanterías, ordenadas por colores, mandan dos mensajes muy claros, el
clásico: el libro es un elemento decorativo, y el trumpista:
uno puede presumir de ello. El heredero del papiro no simboliza
conocimiento, sino gusto; no se abre, se exhibe. El acto de poseer un
libro –regalarlo, mostrarlo, fotografiarlo– sustituye al de leerlo. Así,
entre el editor que constata la desaparición del lector y la influencer
que transforma el libro en un elemento decorativo, se dibuja la
metáfora perfecta de nuestra cultura narcisista.
Nunca hubo
tantos libros, ni tan poca lectura. La paradoja define nuestra
civilización: un planeta que escribe compulsivamente y que apenas lee.
La democratización de la publicación no ha traído una explosión de
pensamiento, sino una inflación de ego. El libro se ha convertido –como
diría Pierre Bourdieu– en instrumento de distinción, una forma de
existir en la esfera simbólica al mismo nivel que llevar una kufiya o
una pulserita rojigualda, pero en el ámbito de lo cool en lugar
de lo político. En este nuevo ecosistema, la escritura ya no implica
interioridad. Es una operación exterior, un acto de presencia. El
escritor tradicional, ese que buscaba comprender el mundo, ha sido
reemplazado por el productor de contenido que busca ser visible. El
lector, antaño destinatario natural del texto, se disuelve en la
multitud. Lo que se produce no es literatura, sino ruido. Cada libro
publicado alimenta el vértigo de un océano en el que nadie distingue una
voz de otra.
La sociedad narcisista no quiere leer porque leer
es renunciar al yo ególatra. La lectura exige lentitud, atención,
alteridad: tres virtudes incompatibles con el ritmo y la lógica del
presente. Escribir, en cambio, se ha vuelto un acto de autopreservación.
Uno no escribe para decir algo, sino para exhibirse. La gente necesita “casito“
[atención] y de ahí la proliferación de obras sin lector, novelas que
nadie abrirá, poemarios que no pasan de la caja de entrega de Amazon. En
una cultura donde hay una competencia atroz por la visibilidad, la
escritura se convierte en un ritual de supervivencia simbólica. En otro
tiempo, escribir era un acto de resistencia contra la fugacidad: un modo
de fijar la experiencia, de darle forma. Hoy, paradójicamente, es un
modo de participar en esa fugacidad.
Hace unos días un conocido
editor me contaba que se estaba planteando sacar un libro de grupos
folclóricos de su ciudad «con fotos» y lo justificaba diciendo que son
50 grupos por 50 componentes cada uno que además tienen mucha familia y
amigos. Calculaba vender 1000 libros que nadie leería solo para tenerlo,
para regalarlo o para salir en él. Esa es la ecuación comercial
perfecta del nuevo mercado del libro: la compra no responde al deseo de
leer, sino a la necesidad de pertenecer. El libro se convierte en
souvenir, en gesto de identidad colectiva, en álbum de presencia. En
este esquema, el contenido es lo de menos; basta con aparecer impreso,
como en una foto de grupo que legitima la existencia de quien posa. Lo
literario se disuelve en lo social.
El editor ya no busca
lectores, sino compradores con un vínculo afectivo o estético con el
objeto. Y así, entre el editor pragmático que calcula mil ventas
garantizadas sin una sola lectura y el autor que se autoedita para
sentirse visible, se cierra el círculo: el libro, antaño artefacto de
pensamiento, ha pasado a ser fetiche y mercancía sentimental, un
puñetero Funko5. El libro se imprime bajo demanda, se envía
en 24 horas y se olvida en lo que se tarda en mostrar la portada en
instagram. La permanencia se ha sustituido por la inmediatez; la
profundidad, por la visibilidad para satisfacer la boyante industria del
yo. Publicar un libro ha dejado ser un sueño de autor para convertirse
es un capricho más.
La irrupción de la inteligencia artificial solo ha acelerado el proceso acercándolo hasta al más corky.
La máquina no sustituye al autor: lo multiplica produciendo infinitos
textos posibles, infinitas versiones del mismo yo basadas en el robo
sistemático del trabajo de otros pero, ese exceso no democratiza el
talento, sino que banaliza la expresión. Si antes el problema era quién
tenía algo que decir, ahora es quién tendrá tiempo –o disposición– para
escuchar. El ruido ha ocupado el lugar del pensamiento con una eficacia
envidiable. La calidad, esa antigualla elitista, ha sido felizmente
sustituida por la cantidad: millones de textos que compiten por no decir
nada antes que nadie. En esta gloriosa era de los mil escritores por
minuto, el silencio se ha vuelto un acto subversivo, casi terrorista. La
jerarquía cultural, aquella reliquia basada en leer, reflexionar y
elegir, ha sido derrocada por el algoritmo democrático. Antes los libros
se escribían para ser leídos; ahora basta con que salgan bien en la
foto de Instagram.
La fusión de Lantia y Círculo Rojo no es solo
un hito empresarial –con perspectivas de tener mucho éxito– sino que
pone fecha a un cambio antropológico desde el sector editorial. La
sociedad que produce más autores que lectores está diciendo algo sobre
sí misma: que ha perdido la fe en la escucha, que confunde expresión con
comunicación, que ha sustituido la conversación por la emisión continua
del yo. El problema no es que todos escriban; el problema es que nadie
lea. Porque leer ya es el último gesto de humildad que nos queda.
Ángel L. Fernández Recuero
NOTAS
1 www.elmundo.es/andalucia/2025/11/10/69122c40e4d4d82e798b45a3.html.
2 www.jotdown.es/2015/12/el-mayor-competidor-del-libro-es-el-candy-crush.
3 www.jotdown.es/2025/10/taller-escribiendo-como-un-premio-nobel-con-inteligencia-artificial.
4 www.diariodemallorca.es/mallorca/2025/11/08/enrique-murillo-editor-libro-leer-123486845.html.
5 www.jotdown.es/2025/11/el-infinito-en-un-funko.
