Por Gabriel Arturo Castro M.
La escuela de la noche
William Ospina
Editorial Norma, Bogotá, 2008,
200 páginas
El presente libro se enmarca dentro de una inclinación de la literatura que pretende reemplazar elementos como la tensión, la pulsión y el drama por la exclusiva erudición, esclavizando de nuevo al arte a las ataduras del intelecto, a la estética tecnicista clásica de origen renacentista, cuya dinámica se encauza hacia la nostalgia de la mitología grecorromana, el rechazo por otras expresiones que no sean los clásicos, es decir, a lo no amoldado a la simetría, al orden, a la claridad-transparencia intelectual, teorética y especulativa de la representación artística. Sus abanderados son considerados por la crítica conservadora y snob como grandes estilistas, “de exquisita y rara expresión”, forjadores otra vez del intelectualismo, el regreso al culto de la razón, la imitación, la inflexibilidad de las reglas, el decoro y el deleite como elementos preponderantes de una antigua estética.
La erudición malsana –la pedantería de conocimientos inusuales pero superficiales e inútiles, datos inconexos, pura nemotecnia, destreza, artilugio, habilidad de compilación, ejercicio terminológico, sumatoria estéril de informaciones, en fin, el artificio, el ingenio, lo fingido- tiene como horizonte la conclusión formal que caracteriza la “belleza clásica”.
Ya Montaigne había expresado la necesidad imperiosa de alejarse de la pedantería, actitud excluyente, grandilocuente y altisonante, porque según Jaime Alberto Vélez: “La petulancia, la ostentación, y en general todas las formas conocidas de exhibicionismo intelectual son impropias del ensayo”.
La escuela de la noche no escapa al afán de la Ilustración donde la lógica y la razón son imperantes, y nociones como la experiencia, el silencio y la alteridad se desconocen, ya que por efectos de la perfección buscada, el autor llega a postular una superioridad del escritor sobre el acto comunicativo, quien preestablece los significados y las interpretaciones mediante su orden fijo e impositivo. El yo locutor está por encima del yo receptor y el papel del lector se torna pasivo, contemplativo, limitado al papel de admirador incondicional de quien posee un afán de explayar conocimientos, datos o dar entender la aprehensión intelectual de objetos, como si los géneros literarios fueran únicamente un medio de divulgación de inquietudes intelectuales. El arte pasa de ser expresión, ejercicio, huella espiritual o afectiva, a convertirse en un elemental soporte de un discurso racional, positivista y enciclopédico. De esta manera el autor, inteligente y riguroso, de La escuela de la noche, le importa más dar a conocer el engranaje y el bagaje intelectual que detenta, su individualidad que prescinde de un yo universal y lo limita al yo egocéntrico y hedonista. Es un tipo de ensayo que recrea un narcisismo, lleno de entusiasmo por el estilo, la lengua, el soliloquio y el autorretrato, y su correspondiente ética de alguien que pretende decir grandes cosas, trascendentales, pero repitiendo por extensión las palabras prestigiosas de otros con el fin, a su vez, de ganar prestigio o renombre, lugar donde las citas acumuladas con abrumadora insistencia son siempre expresiones de autoridad y no testimonios humanos, las ideas por encima del hombre, aspiración ya ajena al sentido original del ensayo.
A propósito de citas, para usar el procedimiento habitual de Ospina, alguna vez Michael Ende escribió un texto que tituló Artificios estilísticos. En él se lee:
Con algunos autores tengo siempre la impresión, inevitable, de que, cuando escriben, estiran el dedo meñique y redondean los labios. A mí la cosa me irrita. Cuando estoy leyendo y me invade la sensación de que el autor levanta las cejas y me mira a través de sus líneas como si me preguntase: “¿Has notado tú también con qué rara exquisitez he vuelto a expresarme?”, pierdo las ganas de seguir leyendo y cierro el libro.
Dicha pasión por la lengua y el estilo llevan al autor del libro en mención a minimizar el lenguaje personal, ya que confiere el mayor protagonismo en su escritura a la compilación o reunión de fragmentos provenientes de otras voces, las cuales ensombrecen la voz propia, sumado ello a su tendencia a ser epigonal, seguidor y repetidor de otros, salvo sus ensayos titulados El sentido del libro y La escuela de la noche, donde despliega por fin un espíritu crítico, polémico, reflexivo, libre, muy singular, a través de la persuasión, la sugestión y la confrontación. Los dos textos mencionados son punzantes, intensos, problemáticos, plenos y vivaces, frutos de la lucidez, la fuerza creadora y la decisión del riesgo, y no sólo de una elocuencia consagrada o del hábito estilístico que confina al lenguaje a una cárcel de convenciones. Porque en los demás ensayos, muy bien escritos, excelsos, elocuentes, armoniosos, perspicaces, elegantes, los textos no se liberan del autor para revelar significaciones no previstas por él.
¿Acaso el ensayo no es también el arte de la palabra y de la persuasión?, pero persuasión, que valiéndose de la lengua produce creencia, sugestión y emoción. Aquí el adorno y lo formal deberían ayudar a esa fuerza del convencimiento, la seducción y la inspiración al lector, junto al poder de la invención del autor, función relegada por el poder de la expresión de un repertorio canónico de argumentos y métodos ya señalados.
Pasión por otros escritores tiene Ospina: Borges, Shakespeare, Dante, Whitman. El mejor homenaje que le podría rendir a los autores mencionados, sobre todo a Borges, sería el diferenciarse y emanciparse de ellos, de sus influjos tan férreos y soberanos y así darle a su obra particular una concreta realización histórica y estética.
Pero es tanto el fervor que se acomoda, glosa, parafrasea, mitifica y se deja deslumbrar todo el tiempo sin rebelarse, interrogarse o postular una visión crítica, elementos que sacrifica por el estilo: lo importante es escribir bien, de manera encantadora, sin tensión, y allí Ospina triunfa sin transgredir, transformar, apartarse, extrañarse, ni arrojar una luz acusadora desde su propio punto de vista, siempre oculto tras la lección enciclopédica, el límite gramatical, el placer intelectual de construir los mismos mecanismos verbales que el autor denuncia en Góngora, sus palacios verbales, “una acumulación razonada y clasificada de todas las cosas, un catálogo y no una condensación de la sabiduría”.
Ospina cae en lo que él mismo censura en su libro: la tendencia a individualizar demasiado y divinizar al autor. Tal fascinación por la erudición y el andamiaje verbal se pueden volver en contra, pues afecta la fuerza creadora, la limita en contra de la diversidad o complejidad del mundo, y a favor de un modo de escritura regida en su divulgación por exitosos principios de publicidad comercial. El “verbalismo” de William Ospina, el preciosismo y el manejo perfecto del idioma castellano o este modo de “retórica” se ha agudizado en nuestro medio y época. A propósito de seguidores de tal propensión en Colombia, recordamos la escritura de Philip Potdevin Segura y Winston Morales Chavarro, ejemplo muy contrario a la labor que rindieron otros intelectuales muy fecundos en la literatura artística, el ensayo y la crítica como Germán Espinosa, Rafael Gutiérrez Girardot, Pedro Gómez Valderrama y R.H. Moreno Durán, entre otros.
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