PURPÚREA
SELENE
Se hacía llamar Condesa. Se esmeraba por darle
a su aspecto un aire de seducción y elegancia, y ocasionalmente escribía versos
para justificarlo. Cada mañana, después del café, trataba de encontrar frente
al espejo ese ápice de convicción del que secretamente carecía, y que
compensaba haciéndose peinados vistosos. No era bella, pero su cuerpo nos
regaló más de una vez espléndidos festines. En una época de ingenuidad y
bohemia unimos nuestras vidas bajo el mismo techo en la aventura del Arte, con
resultados desastrosos. Era consciente de mi desdén por ella y sin embargo me
legó todos sus cuadernos, en un acto que he querido interpretar no como una
capitulación, sino más bien como una postrera arrogancia, pues no todas sus
líneas carecen de belleza, y un anhelo metafísico las visita, si bien el estilo
es liviano y algunas veces distraído, cuando no francamente pedestre.
Cierta mañana de octubre salió de la misa del alba con una botella de
vino sin terminar como era su costumbre, rumbo al Parque de los Tritones,
separado de la catedral por unos pocos metros. De aquellos últimos momentos
quedan montones de documentos que coinciden en confirmar la gracia con que
caminó hacia su banca de siempre, como un espectro en medio de la bruma que
lentamente se disipaba. Hay una cantidad considerable de información repartida
en coplas, poemas, cuentos, crónica roja, drama, documentos historiográficos y
superstición popular que cualquier habitante de esta ciudad conoce de sobra, y
que un visitante ocasional puede averiguar fácilmente mencionando el famoso
caso de “la Condesa de Luna”, como fue conocida.
A mis años estoy a salvo del
influjo de los disparates con que a menudo la gente ignorante se encapricha,
pero no desdeño ni rechazo del todo el exotismo del color local. Muchos afirman
—aún sobrevive el rumor en labios de comadronas inveteradas y sagaces
costureras— que su familiaridad con las malas artes fue la causa de su ¿cómo decirlo? inexplicable y
repentina esfumación.
Permítanseme las digresiones.
Confieso que no soy historiador ni nada que se le parezca, y que estas líneas
quizás no pretenden otra cosa que ser un descargo de conciencia o la necesidad
de elucidar el motivo que tuvo para, momentos antes de su desaparición,
redactar una nota confiriéndome la potestad sobre sus textos secretos, apuntes
y borradores consignados en los póstumamente famosos “cuadernos”. Aunque he
dicho que no soy ni siquiera un simple escribano, no me falta el buen gusto. Me
reconozco un diletante, eso sí, un esteta profano, si se me permite la
expresión.
¿He mencionado que muchos gozamos
de su cuerpo? El placer que proporcionaban sus arrebatos sólo es comparable al
pesar que nos embargaba cuando no asistía a las veladas de La Casona, el sitio
predilecto de los intelectuales, bohemios, librepensadores y depravados —todo
hay que decirlo— que habitaban el barrio viejo, cuyo único anhelo era que
llegase la noche para dar rienda suelta a sus desmanes entre los muros
recubiertos de musgo, bajo los tejados bañados por la lluvia sempiterna de esta
olvidada provincia.
Llegaba siempre vestida de negro,
con ropas que se arrastraban y ondeaban en una profusión de encajes. El pelo
rojo o púrpura, los labios del escarlata más encendido, las uñas largas como
dagas. Le gustaba recitar sus escritos antes de cada sesión, encender velas
alrededor de unos extraños símbolos que ella se encargaba de trazar en el
suelo, danzar en círculo, dejarse poseer por las ninfas, invocar a los faunos
para que su mitológica lubricidad hiciera eco en nuestros sexos y nos fuera
regalado por aquella velada el efímero grial de la perversión. Ahora, tan lejos
de aquellos años que parecen apenas instantes, con medio siglo de por medio ido
como un soplo, mi carne vuelve a estremecerse en el recuerdo.
¿Qué ocurrió esa mañana? Los
documentos de mi archivo privado refieren, basados en testimonios de testigos
oculares —mucho más confiables, a salvo de las omisiones del seco estilo
judicial— que la Condesa, al salir de la catedral, empezó a musitar palabras en
una lengua desconocida, luego a proferir aullidos, ora llantos, ora carcajadas,
alternados con fragmentos de su obra de teatro y las celebradísimas Odas mortales. Algunos escasos
transeúntes la llenaron de insultos; pero los más —sobre todo amanecidos,
algunos de ellos contertulios habituales de La Casona— enterados de sus
maneras, la rodearon riendo en un círculo apretado que pronto la cubrió de
caricias atrevidas y bromas galantes aunque un tanto procaces, pues era
conocida como uno de esos pintorescos personajes que animaban el lúgubre centro
de la ciudad. Un recorte de prensa de la época, titulado “Luto en el universo
de las letras” informa: “La reputada artista Condesa de Luna regaló al
desprevenido auditorio una muestra de sus dotes histriónicas en uno de los sitios
emblemáticos de nuestra culta ciudad. Emocionada luego de la ovación del
público sensible y conocedor que esta mañana se dirigía hacia sus ocupaciones,
la poetisa desapareció tras ser fulminada por un repentino rayo que no dejó
rastros de su cuerpo.” Y sigue
describiendo los pormenores del levantamiento del zapato de tacón alto
—izquierdo, rojo, con trazos góticos plateados para más señas— que fue lo único
que quedó de ella. Dentro del zapato encontraron, doblado y perfumado, el poder
que —para envidia de mis rivales— me confería plena potestad sobre su Obra
Completa, conformada por las ya mencionadas Odas
mortales y el breve monólogo dramático El
amor es un veneno que apuro lentamente,
así como sobre sus cuadernos inéditos.
Corrió mucho tiempo por la ciudad
el rumor de su obsesión por la muerte, de su trato con las oscuridades más
profundas del alma, de su afición a las sombras, las cosas vetustas y
decadentes, los lugares ruinosos y el maullido de los gatos negros. Si en su
niñez fue llamada “la alondra herida” por la belleza de su canto mientras
cumplía con las abluciones matinales, en la madurez, una vez alcanzado el
reconocimiento popular por sus elegías, corrió paralelamente la voz de su
condición de bruja, acusación que la persiguió hasta el último día. Pero, como
ella misma confesó a una gaceta cultural, desde pequeña mantuvo una estrecha
relación con la Parca. Este influjo fúnebre la acompañó siempre, al punto de
volcarse en su poesía, especialmente en Odas
mortales, plaquette de la que muchos críticos han afirmado que roza las más
depuradas cotas de la lírica local. Los siguientes versos: Oh vino, dame tu sombra en mis pupilas/ bébeme brevemente hasta
nacerme/ deja que el viento pise mis ojos/ con sus patas de carnero dan
cuenta de la búsqueda metafísica, en ocasiones esotérica que guió su destino. Digo esto porque en el mismo volumen
pueden encontrarse también invocaciones a fuerzas sobrenaturales y conjuros,
como en el famoso “Exordio de Mr. Crowley” o la hermética “Oración al Belcebú
interior”.
Nuestra Condesa nos dejó la
ausencia de su canto pero pronto se nos hará diáfano el misterio de su partida.
Mañana —al cumplirse cinco décadas de su viaje y según instrucciones anotadas
en la página final de su último cuaderno— cuando miremos de frente la esfera
radiante del sol veremos su alma quemándose en el infierno; yo comprenderé por
fin mi papel en esta farsa y todos escucharemos el anatema que, desposada con
Astaroth, la propia Condesa prometió componer para los poetas.
Daniel Padilla Serrato
1 comentario:
Estimado Daniel: Un considerable grupo de contertulios, excondiscípulos, amigos y sujetos de los más variados estratos, pasatiempos y aberraciones, al enterarse de que yo gozaba de vuestra amistad y aprecio (aunque no sé si después de ésta misiva seguiré gozando de ellos) me han nombrado su vocero al tiempo que también interlocutor vuestro. En medio de la algarabía vocinglera generada por vuestro relato, he podido recoger una multitud de interrogantes de los cuales he seleccionado unos pocos, habida cuenta de lo ocupado que debéis estar siempre. Digo, siempre que no os halláis sido contagiado de las costumbres de los nobles, tan ociosos y en quienes tan bien se cumple aquello de que la pereza es la madre de todos lo vicios. En fin, para no dilatar más éste prolegómeno, y para no abusar más de vuestra paciencia, la cual he admirado siempre ya que es distintivo característico de los grandes espíritus, procederé a entrar en materia. Cláro que dejo en entera libertad vuestro albedrío, pues siendo como sois, un hombre de letras bruñido en la templanza monacal de la austeridad y el recogimiento, tal vez una sombra de rebeldía cruce vuestro espíritu, y decidáis que cualquier intento de iluminar la mente tortuosa de tal cantidad de ígnaros irredentos, es tarea más digna de Hércules, Sansón, Aquiles, Teseo o algún otro héroe mitológico. Por supuesto que no es que no os considere incapaz de enfrentaros a la Hidra, de destripar filisteos a montones, de vencer a Héctor en combate singular o de estrangular al Minotauro, del cual si llegáis a vencerlo, os encargo el cuero y los cachos. La mención de los cachos no vayáis a tomarlo como alusión personal. Y para que veáis que no soy amigo de rodeos ni requilorios, procederé con las preguntas:
1a. Aparte de unos cuadernos amarillentos y emborronados, ¿La tal condesa no os dejó alguna pensión, o al menos no resultasteis beneficiario de su seguro de vida?
2a. Y en caso de que neguéis tal cosa, y manifestéis no haber tenido nada que ver con su desaparición, ¿Cómo es que vos podéis dedicaros a escribir y a publicar libros, cuando es bien sabido que para hacerlo se requiere un cuantioso patrimonio?
3a. Resulta altamente sospechoso que de la susodicha condesa sólo se hubiera rescatado un zapato y que el susodicho zapato hubiera caído en vuestras manos, pero lo que os más incrimina es que dentro de él se hubiera encontrado un testamento a vuestro favor. Según Marx y Engels, matar nobles no constituye ningún delito, pero incinerar en vida a una vieja loca que en tiempos pasados fue vuestra amante, es algo de lo cual hasta Nerón se avergonzaría.
4a. Muy curiosa es también la imagen que utilizásteis para ilustrar vuestro relato. Parece una flor, pero si uno se fija bien, esos pliegues sonrosados semejan los labios de una vagina. ¿Acaso es tan grande vuestro remordimiento que quisisteis rendir un póstumo homenaje a la difunta condesa?
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