Este texto fue publicado en el Magazin de Vanguardia, de Bucaramanga, en 2005 (no estoy seguro de la fecha, pero existe el archivo del hoy inexistente Magazin). Las ideas centrales se pueden sostener después del tiempo transcurrido, algunas otras se pueden revisar, pero en general, la idea básica persiste.
SANTANDER,
SIGNOS
DE UNA CULTURA AUTISTA*
Una ciudad es un lugar de
conversación.
M. A.K. Halliday
Vivimos ensimismados, como esos adolescentes
taciturnos…
Octavio Paz
Por Julio César Correa
Una crítica negativa en torno a lo nuestro, a
nuestro quehacer cultural es necesaria. Por ahora, no ha habido ni crítica ni
manifestaciones culturales que sobrepasen la esquina de la parroquia. La
mayoría de las cosas que hacemos son tan candorosamente caseras, tan
escasamente abiertas al mundo que sólo nos queda la autoflagelación como única
salida. Hemos permanecidos encerrados, atrapados en una suerte de duermevela
que nos ha convertido en espectadores pasivos de esa función que se lleva a
cabo en el resto del país.
La crítica que se hace
desde estas líneas no pretende desconocer el hecho cultural de lo
santandereano, sus realizaciones, mitos y leyendas. Pero, en cambio, sí se
propone revisar algunas expresiones, propias de toda cultura, en las que los
santandereanos hemos sido más bien escasos. Me refiero a la presencia activa de
nuestros escritores, poetas y filósofos en el concierto nacional. Incluso, a la
presencia de una clase dirigente capaz de señalar rumbos y derroteros, a una
clase empresarial que haga aportes y ancle señales importantes, en cuanto a los
destinos económicos del país. En este sentido, si algo nos caracteriza es
precisamente la ausencia y la incapacidad de nuestros intelectuales y
dirigentes para contribuir y participar creativa y constructivamente en las
distintas manifestaciones que una cultura viva debe hacer necesariamente. El
dictamen final dirá que nos hemos conformado con muy poco, que no hemos sabido
ser protagonistas y que hemos dejado que otras sub-culturas lo hagan a su manera y con suficiencia.
***
La tesis central
que quisiera discutir nos presenta como autistas simbólicos; sufrimos de un
autismo cultural profundo; hemos cerrado los oídos y los ojos ante las
manifestaciones espirituales que otras culturas, en un país de regiones como el
nuestro, realizan y llevan a cabo con frecuencia. Tapamos nuestros oídos ante
“los cantos de sirena”, es cierto; pero no los hemos vuelto a destapar, por
olvido, por incapacidad o porque en adelante hemos confundido los sonidos con
los ruidos, o porque ya no podemos distinguir entre los nobles sonidos, propios
de la música y los ruidos neuróticos que se producen en un taller de mecánica.
Más que
individualistas, los santandereanos, en particular los bumangueses, somos
autistas simbólicos. Nos hemos negado a dialogar con las otras culturas.
Pareciera que apenas si podemos escucharnos a nosotros mismos. Una forma de
expresar ese hecho tiene que ver con las escasas y casi inexistentes figuras y
movimientos culturales de la región. La ausencia notoria de nombres a nivel nacional
que canalicen y simbolicen de alguna manera el diálogo con las otras formas de
ser colombianos, con las otras formas de ser latinoamericanos o de ser
occidentales, nos convierte en una cultura replegada, enconchada, incapaz de
abrirse al mundo y al flujo de información actual, al contacto con los otros;
esa manera de desconectarnos del resto del mundo, de ausentarnos de la vida
“cultural”, política y económica del país, nos convierte en autistas. Por lo
mismo es necesario cuestionar los tiempos presentes que se niegan a marchar a
tono con el tiempo de otras latitudes. Somos autistas simbólicos.
Como se sabe
“El niño autista es incapaz de utilizar el lenguaje
con sentido o de procesar la información que recibe del medio. Cerca de la
mitad de los niños autistas son mudos, y aquellos que hablan, por lo general
sólo repiten de forma mecánica lo que escuchan. El término autismo se refiere a
su expresión ausente o perdida, aunque la connotación de alejamiento voluntario
es inapropiada.”[1]
De este hecho se
desprenden otras consideraciones. Veamos. La ausencia de figuras y movimientos
culturales que expresen la región y la cultura santandereana nos muestra como
un departamento ¿sin mucho qué decir?, aislados, envueltos en esa penumbra que
oculta y muestra a la vez una ciudad y un pueblo que se ha ido adormeciendo
entre las circunstancias transitorias en que se mueve la época presente.
Ausencia que se acentúa cuando se recorre el país y en los distintos eventos en
los que se promueven las actividades “culturales” de cada región, Santander no
aparece o si lo hace es dejando esa imagen menor, escasa y pobre, como si la
obligación de pensar, crear o hacer economía fuera sólo de los departamentos
“fuertes”. Se salvan por sus méritos y realizaciones lo que se hace a nivel de
la música folclórica y la plástica. En ciencias es muy poco lo que se puede
enumerar, salvo lo que se hace en la UIS.
Nos hemos
marginado, nos hemos ausentado, creyendo efectivamente que somos periferia y
que por lo mismo es poco probable que nos escuchen en otros lados. Esa
automarginación, imagen en la que nos complacemos de manera masoquista, redobla
la condición de periferia. Marginados del quehacer “cultural” del país, miramos
el mundo con ese aire de ensimismamiento, de desinterés por lo que ocurre más
allá de las cercas de nuestra vereda. La idea de un centro estático y
jerárquico nos ha obligado a asumir la condición eterna de los que viven
esperando limosnas, que de otras partes nos dejen algo para seguir
“sobreviviendo”, como si de veras hubiéramos introyectado esa condición de
“hermanos menores” resentidos porque estamos convencidos de que los padres le
dejan la mejor parte al “hermano mayor”. Por eso “pataleamos”, nos quejamos,
anteponemos las excusas y justificaciones a la posibilidad de llevar a cabo
metas y propósitos. Y como no hacemos nada, no podemos tampoco permitir que
otros hagan y menos si esos que hacen son de nuestra misma condición. Esta es
quizás la dialéctica que ha perdurado por años en la región y que ha
imposibilitado cualquier empresa, cultural o económica. Una suerte de
antropofagia es la que campea en nuestro medio cuando de hacer arte, ciencia,
economía o filosofía se trata.
Si bien es cierto
que las expresiones de la cultura no se reducen a la literatura, la música o el
arte, también es cierto que su mayor o menor presencia en el panorama del país
resulta sintomática. ¿Por qué razón un departamento como Santander no produce
escritores, filósofos o poetas? ¿Será que nuestro destino está trazado por la
condición natural de sus montañas? ¿Somos tan áridos en lo creativo como en la
posibilidad de ser realmente emprendedores? La ausencia notoria de figuras y
nombres en el panorama colombiano habla de lo que somos. La ausencia de
movimientos “culturales” fuertes, con capacidad para trascender los límites de
lo regional y de paso estimular e impulsar dichas actividades al interior de la
región es una realidad. Por ejemplo, en poesía no podemos hablar de una
generación precedente con la cual poder, al menos, disentir. No hay y no
tenemos hitos a los cuales emular o superar. La nuestra, ya lo dijo J.G. Codo
Borda, refiriéndose a la tradición poética del país, es “la tradición de la
pobreza”. Lo mismo puede estar ocurriendo en otros aspectos. Sin ir demasiado
lejos, la narrativa, el teatro, la filosofía, la ciencia, etc. Sin embargo, es
bueno decir que la narrativa ha contado con un poco de más suerte.
¿Cuáles son las
razones que hacen posible la ausencia de figuras de renombre nacional y de
movimientos culturales fuertes en el panorama nacional? Son muchas, es cierto.
Pero, quiero destacar una sola. Esta razón tiene que ver con un profundo analfabetismo antropológico (llámese parroquialismo o provincianismo). No sabemos
leer los signos de la época y, por lo mismo, permanecemos excluidos de esa
realidad que surge como texto. No sabemos leer la realidad del país y carecemos
de elementos de juicio para interpretar (leer) nuestro entorno, el local en
relación con los demás. Pero, además, creo que este analfabetismo antropológico se extiende a las formas más
elementales del analfabetismo tradicional: sencillamente no sabemos leer ni
realidades ni textos escritos. Habría que decir, en consecuencia, aunque
parezca una verdad de perogrullo, que nadie puede aspirar a ser escritor, filósofo
o poeta si no media para ello la lectura. La lectura en uno de sus aspectos
hace referencia a la capacidad para entrar en contacto con las ideas ajenas y
propias, a la capacidad para deponer las ideas propias, para enriquecerlas,
para poner en cuestión y crisis eso que se cree saber. Leer en este sentido es
abrirse al mundo, a los demás, a los otros, a las ideas más alejadas y extrañas
a nuestra condición personal y cultural. Pero, por eso mismo, es la capacidad
para poder entender y comprender que existen otros pueblos y otras culturas que
nos pueden aportar, que pueden ayudarnos a construir nuestras propias ideas.
Esta misma
incapacidad para leer (y no solo textos escritos) hace referencia a un notorio
desinterés por la expresión simbólica de los sujetos humanos; expresión que
cifra su razón de ser en actividades cuyo carácter es lo no utilitario, como la
literatura, la poesía o el teatro. Significa, además, que hemos preferido
sumirnos en actividades puramente productivas, utilitarias; esas que nos muestran
como medianos comerciantes, sujetos pragmáticos, regidos por una visión
mundana, pero demasiado pegada al suelo, eludiendo el aire y las alturas;
evitando mirar hacia el cenit, quizás por miedo o por incapacidad; quizás por
negligencia o por ceguera espiritual.
Nos sustraemos del
contexto nacional y latinoamericano para “ausentarnos” de las manifestaciones
naturales del espíritu. Nos extraviamos entre los propios aturdimientos,
cognitivos y emocionales, aparentando tener los ojos abiertos al mundo,
aparentando estar presentes cuando en realidad divagamos en imágenes y
pensamientos tan personales que se
tornan laberínticos; extraviados, perdidos, nos autocomplacemos en esos
movimientos mecánicos y repetitivos; nos volcamos hacia dentro, sin mirar ni
expresar nada, apenas estando, mientras el mundo y la historia se siguen
construyendo. Alguien debiera compadecerse y, por lo mismo, debiera contarnos
todo lo que pasa allá afuera, mientras nos ausentamos, mientras nos retiramos
del mundo, mientras huimos hacia nosotros mismos, sin poder encontrarnos, sin
poder reconocernos porque los espejos en los que nos miramos se niegan así
mismo a mostrar sus reflejos. Son espejos sin lunas, sin reflejos. Como ocurre
con los vampiros y los esquizofrénicos, no reconocemos esas imágenes que se
proyectan en los espejos, aunque sean nuestras propias imágenes.
Como autistas,
igualmente, nos importa poco el mundo real, lo que pueda suceder fuera de las
fronteras de nuestra parroquia. Nos sumergimos en eso que Savater, citando a un
amigo suyo, llama “El dogma de la pura mierda”[2]
(que dice así: de aquí para allá, todo pura maravilla; de allá para acá, todo
pura mierda. Y a vivir, que son dos días), dogma que nos obliga a perdernos
entre los límites de la aldea. Lo demás “nos importa un culo”. Y nos importa
poco porque desconocemos o no sabemos que es importante participar de manera
activa en las decisiones que se puedan tomar en torno al destino de un país
como el nuestro. Preferimos la molicie cómoda que nos empuja a permanecer
callados, mirándonos sin mirar, agitando la cabeza y las manos, postrados en
alguna esquina de la casa, sin sentir siquiera la compasión de los padres, sin
percibir que nos miran con algo de tristeza, con algo de burla, con algo de
fastidio y de incomodidad.
Al autista no le
importa la lectura del mundo físico, mucho menos la del mundo simbólico. ¿Pero
es porque el autista simbólico no sabe leer? ¿O por que no le importa leer? Son
las dos cosas, seguramente. Para leer el mundo simbólico hay que saber leer
primero el mundo natural. Y como no leemos, como no incorporamos el mundo de
los otros al nuestro, pues no podemos construir nuestra propia subjetividad.
Esta la dejamos en manos de los padres, quienes de buena fe y buena voluntad
intentarán hacernos repetir el nombre y las señas de la casa, y el teléfono
para al menos saber llegar cuando nos perdamos, cuando no podamos identificar
el lugar donde nos sorprendamos de repente, aunque estemos en algún rincón de
la casa, aunque estemos en alguna parte de nuestra mente, divagando, perdidos,
alejados de todo lo vital y de todo lo importante, por física incapacidad. “Alo
largo de toda lectura dejamos de ser únicos, solitarios gérmenes del universo.”[3]
Una manera de
reflejar esa incapacidad para “leer” el mundo y a los otros, es la inexistencia
de Librerías (con mayúscula) en la ciudad. Hay que diferenciar entre una
librería y una venta de libros; en Bucaramanga hay ventas de libros; pero,
librerías, muy pocas; diría que ninguna. Las librerías son atendidas por libreros;
las ventas de libros por pequeños comerciantes o por personas que de libros
saben muy poco. Las librerías tienen tradición; las ventas de libros surgen
ocasionalmente y de igual manera desaparecen. Una buena librería es eso que
intentó hacer la Tienda de libros Tres Culturas, donde además de vender libros,
se hacían exposiciones de arte, se invitaban escritores a sus tertulias, se
abría el café para el encuentro, para la conversación. Hoy, si comparamos el
número de librerías con el de centros universitarios (¿Universidades?), podemos
decir que existe una notoria escasez de librerías. No leemos el mundo. Nos
importa poco lo que pueda pasar en las estancias más cercanas, incluso en las
propias.
Hemos crecido de
espaldas a “la cultura”, del mundo simbólico, a la manera de los autistas; eso
al menos pareciera decir el presente que vivimos. Hemos evitado con
persistencia, y lo hemos conseguido, entrar en contacto con las ideas y formas
de pensamiento distintas a las nuestras; hemos evitado incorporar las ideas y
la cultura de otros pueblos y de otras regiones a la propia. Nos negamos a leer
y a leernos. Somos una cultura ágrafa, muda y alexitímica. Destinados a estar
tirados en algún rincón de la casa, repitiendo un pasado que ya no es, que se
fue de nuestros destinos, pero al que pretendemos aferrarnos casi por inercia,
escuchamos voces lejanas que apenas reconocemos como propias. Somos esos
personajes becketianos, esos marginales que van por las calles de las ciudades
hablando en voz alta para sí mismos, para nadie más. Somos esos charloteadotes,
esos soliloquiadores que levantan la voz, incapaces de escuchar a los otros
monologantes. Como sordos culturales nos aferramos a las premisas de una
historia contada desde la atalaya de los vencedores; nos movemos
irracionalmente, de manera mecánica, casi neurótica sobre los andenes de la
ciudad; allí, en medio de la bisutería que se vende agitamos pañuelos blancos
en señal de auxilio; pero los demás creen que bailamos un aire de nuestro
folclor cuando lo que hacemos es pedir auxilio porque ¿nos sabemos perdidos?,
porque el naufragio es inminente, porque las esquinas son esos lugares donde se
paran los náufragos a enviar señales de ayuda.
“Pero lo que nos interesa aquí es que Orfeo – que pasó
a la posteridad patriarcal como el héroe –víctima y músico supremo, venerado
por poeta y músicos como Rilke y Glück, que se identificaban sin duda con su
fascinante voz todopoderosa- es en verdad quien provoca la tragedia. En efecto,
ésta se desencadena por su incapacidad para escuchar al otro, que va pareja con
su necesidad exasperada y exasperante de escucharse narcisísticamente sólo a sí
mismo, y de ser escuchado a costa del silenciamiento ajeno. El mito órfico es
entonces también la representación de un monólogo delirante que, pretextando
amor, desplaza al interlocutor y lo reduce a la nada de un silencio infernal.” [4]
Replicamos al
interior de nuestra cultura ese mismo hecho trágico; cada uno de nosotros
repite y vivencia a su vez el mito órfico. Como monologantes, como seres
solitarios, arrojados en el mundo, incapaces de escuchar a los otros, pero
buscando acallar las palabras y el lenguaje de los otros porque necesitamos
escucharnos sólo a nosotros mismos de manera Narcisa. Esa quizás sea nuestra
tragedia. La mejor manera de simbolizar
este hecho es la ausencia de tertuliaderos, de esos lugares públicos donde van
los ciudadanos y se sientan en torno a un café a conversar, a escucharse
mutuamente, a contar sus pequeñeces y sus grandezas. En Bucaramanga, como
buenos autistas, no hay cafés para la conversación*. Quizás porque pensamos que conversar es perder el tiempo, es ocioso. Mientras en otras regiones, como la
paisa, la tertulia y el conversar son un eximio placer, aquí, entre nosotros,
no es más que un mal negocio.
“Cuando se mediatiza al lenguaje, cuando se lo
considera sólo una mediación para otra mediación –porque la comunicación se
pone al servicio del marketing, el marketing del dinero y así sucesiva e
indefinidamente - nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un
placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y conocimiento.”[5]
Este hecho, un
tanto trivial, corrobora, de alguna manera, la hipótesis que pretendo defender
aquí, la de nuestra cultura como eminentemente autista. Si algo caracteriza, y
lo ha hecho durante mucho tiempo, a nuestra idiosincrasia es la incapacidad
para la conversación. El centro de la ciudad, como lugar de encuentro, carece
de lugares para ello. No hay cafés donde se posibilite el deleite verbal, donde
se le dé cabida a la conversación gratuita, a la despreocupación por el tiempo
y lo productivo. Conversar, si bien no es exactamente un diálogo, sí es mucho
más placentera, más gratuita e inútil, en el sentido estético del término, que
el diálogo. La conversación implica escucharse y escuchar, significa
escucharnos; a veces, en medio de esa acción social de reconocimiento, la
conversación se aleja del respeto por los turnos de habla e incurre en los
llamados encabalgamientos. Pero, aún así, la conversación tiene un efecto
terapéutico y simbólico: reduce el estrés, suaviza el temperamento, nos hace
mucho más felices, pues sabemos que nos reconocen, que nos aceptan, que hacemos
parte de un grupo social al que retornamos eso mismo que hemos tomado. Y los
santandereanos, en especial, los bumangueses, carecemos de oído para escuchar y
de lengua para hablar. A lo mejor pensamos que usar las palabras puede producir
algún gasto lingüístico.
¿En esa misma
medida -hay que preguntarlo- nos negamos al placer? ¿Renunciamos al principio
del placer para darle paso al principio de realidad? Todo pareciera indicar que
la tendencia hacia lo gratuito, hacia el arte y la literatura, es menos
propicia para el temperamento santandereano; todo parece indicar que nos
importa más “el trabajo”, el cumplimiento del deber, de las normas y de las
reglas. Le huimos al ocio, al uso de la fantasía, a la imaginación; le huimos
al placer, al principio del placer. La austeridad libidinal es parte de lo que
somos. De allí que, envueltos en esa incapacidad para expresar emociones,
prefiramos esa otra imagen equívoca de “machistas”. Áridos y ariscos como las
montañas de nuestra región, renunciamos a las emociones porque las consideramos
femeninas, pura sensiblería, asunto de mujeres.
Por eso,
permanecemos indiferentes, insensibles ante el acontecer del país: ni en lo
político ni en lo económico, y mucho menos en lo “cultural”, hacemos presencia
efectiva. Pareciera que eludimos el ingreso a ese mundo opaco y huidizo de los
símbolos; nos atemoriza el riesgo de la fantasía, trepar las cimas más elevadas
de la imaginación. Tierra árida y poco fértil para el escarceo poético, para la
especulación filosófica, es la nuestra. Hundimos, en cambio, los pasos en las
arenas movedizas del negocio; nos consolamos con el mediano comercio, con ser
buenos tenderos y malos especuladores. Esa filosofía de tenderos es lo que
mejor nos ubica en relación con los demás. Obnubilados por la leyenda rosa de
un pasado apenas reconocido, regamos con gasolina las flores en el jardín de
nuestros mejores días.
Crecer hacia dentro
no es que sea del todo malo; lo malo aquí es que ese crecimiento endógeno es
apenas una manera de negarse a crecer. Como en el personaje del libro de Günter
Grass (existe una película), El tambor de
hojalata, hemos optado por quedarnos pequeños, por asumir la minoría de
edad como una condición natural. Hemos tenido un miedo histórico a la adultez,
pues pensar por cuenta propia conlleva toda clase de riesgos y
responsabilidades éticas que hemos preferido que otros lo hagan por nosotros;
hemos optado, como diría Kant, por la comodidad de la minoría de edad.
Cierro estas líneas
con dos citas. Un fragmento del psicólogo colombiano Rubén Ardila (de Zapatoca,
entiendo), que en las conclusiones de su estudio hace referencia a la
subcultura santandereana (Neo-hispánica), y con otra de Jean Piaget. Ardila
dice lo siguiente:
“Parece ser que este es el grupo con una educación más
rígida, con mayores tabús y con un sistema más estricto de crianza. No existen
muchos premios y sí por el contrario numerosos castigos. La infancia del niño
santandereano parece ser bastante difícil, por los patrones culturales
jerárquicos y patriarcales.”[6]
Todo parece indicar
que en las pautas de crianza se cifra mucho lo que será nuestro porvenir, no
solo como adultos sino como cultura. Y que, en ellas, sin ser un determinismo,
está eso que decimos ser los santandereanos. El estudio del profesor Ardila
muestra, por ejemplo, que los santandereanos somos menos dados a jugar con nuestros hijos, somos menos
cálidos y afectuosos, comparados con otros subgrupos. Como se sabe, el juego es
una acción y un comportamiento importante no solo por la connotación simbólica
que posee (ver Piaget, Vigotsky, Wallon, etc.), por el carácter lúdico, de
encuentro y de reconocimiento, sino por su contribución a la formación de un
equilibrio afectivo e intelectual.
“Resulta, por tanto indispensable a su equilibrio
afectivo e intelectual que pueda disponer de un sector de actividad cuya
motivación no sea la adaptación a lo real, sino, por el contrario, la
asimilación de lo real al yo, sin
coacciones ni sanciones: tal es el juego, que transforma lo real, por
asimilación más o menos pura, a las necesidades del yo, mientras que la
imitación es acomodación más o menos pura
a los modelos exteriores, y la inteligencia es equilibrio entre la
asimilación y la acomodación.”[7]
Por último, es
necesario decir que este texto no es más que una hipótesis que tiene el
propósito de encontrarnos, reconocernos, en medio de un país singular como
Colombia; no es más que una provocación y una forma de sentar unas cuantas
ideas en torno a lo que hacemos, envueltos todavía en ese olor característico
de lo anodino y de lo intrascendente. Por lo mismo, es necesario que nos
miremos en los espejos de la realidad inmediata y nos reconozcamos como una
cultura ausente.
* Julio César Correa Díaz. Poeta y dibujante. Docente de Habilidades
Comunicativas de la Universidad Católica de Manizales.
* Desde hace
algunos años han venido apareciendo algunos sitios que quizás rompan con esa
manera de negarnos a conversar; me refiero a los Cafés estilo Café-converso.
Cosa positiva. Pero, quiérase o no, son elitistas. Los cafés populares no
existen.
[1]
Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2002. © 1993-2001 Microsoft Corporation.
Reservados todos los derechos.
[2] SAVATER,
Fernando. La piedad apasionada. Ediciones Sígueme- Salamanca 1977. Salamanca,
España. 1977. Pág. 63
[3] ZAMBRANO
LEAL, Armando. La mirad del sujeto educable. Segunda edición. Nueva Biblioteca
pedagógica. Santiago de Cali. 2000. Pág. 18
[4] BORDELOIS,
Ivonne. La palabra amenazada. Libros del Zorzal. Segunda Edición. Buenos Aires,
Argentina. 2003.
6
ARDILA, Rubén. Psicología del hombre colombiano. Editorial
Plantea. Bogotá, Colombia, 1985. Pág. 167
7
PIAGET, J. e INHELDER, B. Psicología.
Del niño. Ediciones Morata. Undécima Edición. Madrid, 1982. Pág. 65
BIBLIOGRAFÍA
1. Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2002. © 1993-2001 Microsoft
Corporation. Reservados todos los derechos.
2. SAVATER, Fernando. La piedad
apasionada. Ediciones Sígueme- Salamanca 1977. Salamanca, España. 1977.
3. ZAMBRANO LEAL, Armando. La
mirad del sujeto educable. La pedagogía y la cuestión del otro. Segunda
edición. Nueva Biblioteca pedagógica. Santiago de Cali. 2000.
4. BORDELOIS, Ivonne. La palabra
amenazada. Libros del Zorzal. Segunda Edición. Buenos Aires, Argentina. 2003.
5. ARDILA, Rubén. Psicología
del hombre colombiano. Cultura y comportamiento social. Editorial Plantea.
Bogotá, Colombia, 1985.
6. PIAGET, J. e INHELDER, B.
Psicología del niño. Ediciones Morata. Undécima Edición. Madrid, 1982.
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