Obras de mampostería
Nelson Romero Guzmán,
Alcaldía Mayor de Bogotá,
Imprenta Distrital, 2008,
56 páginas.
Obras de mampostería viene de lo oculto y de la experiencia temprana, siempre renovada en el poblado universo del autor, cosas que llegan a nuestro espíritu y mente: las “niñas violadas en la puerta del templo”; “la historia que atraviesa los pasillos”; “el cadáver reventado que todos los días vemos pasar frente a nuestra puerta”; el hombre que “lleva en el corazón su dios abolido”; el abecedario muerto recocido entre las piedras; “la ceniza del círculo, la noche podrida”.
Otra vez la poesía presente, un libro de poemas habitado por la poesía, la cual a través de la lectura la padecemos, la vivimos, la disfrutamos como un campo fértil. Es el saber de la verdadera poesía, la construcción y proyección de su arquitectura, lugar de un diálogo de orden sensible, combinación de lo íntimo (lo más cercano) con lo compartido (lo más lejano). Habitar y construir son los fundamentos de esta particular experiencia donde primero la poesía toma posesión del ser, se aloja dentro de él, es decir, lo habita, para luego si edificar, levantar o fundar el intento de una obra.
Habitar es recorrer lo conocido y explorar lo desconocido (mundos posibles), lo que demanda una relación profunda entre el ser y la acción de habitar.
El poema es un hecho poético construido, sólido e intangible a la vez. Es un espacio que alberga al ser, su lenguaje y su sentido de estar en el mundo, trasciende lo inmediato y lo cotidiano porque al unísono encontramos la experiencia individual y lo atávico o colectivo.
Entre las cosas hechas por el hombre, las obras de mampostería son la parte más grande y voluminosa (obra hecha con mampuestos, piedras sin labrar que se ponen con la mano, fijadas unas con otras sin sujeción ha determinado orden de hiladas o tamaños). El pegamento es el barro recocido, tierra arcillosa o barro común, hecho a mano, con los cuales se hacen muros confinados que resisten, trabes y columnas, castillos verticales. Pero en Obras de mampostería las piedras son sobrenaturales, pues al interior del poeta se instala un mundo (territorios y lugares construidos, reconocidos desde el drama de la existencia). La poesía ocupa un lugar, vive allí y a partir de allí comienza su tránsito hacia otros ámbitos. Un libro donde permanece la poesía, la alberga y albergará a través del tiempo. El yo poético, entonces, reflexiona sobre el estar ahí como un territorio valioso de dicha existencia. Evidencia la vocación de construir (reflexión y trabajo), de el espacio construido o la “inmensidad íntima”, de acuerdo a Bachelard. Es la reflexión del estar poéticamente, la presencia de la poesía, su interpretación.
La espacialidad es aquí entendida como el vacío (espacio interno) que crean los elementos y que sentimos por medio de la lectura, un ámbito casi teatral donde se escenifican acciones y acontecimientos singulares:
Recogimos de entre las piedras
un abecedario muerto,
unimos los pedazos de la palabra al-ba-nil
con argamasa (…)
Es el “imago mundi”, un espacio expresivo o artístico que sobrepasan las sensaciones para llegar al afecto, las vivencias y la memoria:
Allí,
mientras la cumbre florece,
acá la piedra alza sus mamposterías
para que en sus cuartos
veamos la historia
que atraviesa los pasillos
con su vela encendida dentro de una calavera.
La imagen es la síntesis de la experiencia, aquello que queda después de que todo acaba. La imagen fabricada es ya una construcción luego de la vivencia habitada, de un creador que establece un diálogo entre su mundo interior y el lugar donde se encuentra. Advierte los fragmentos, el cómo cada uno de ellos afecta a ese mundo instantáneo, evocado e invocado.
Es la imagen por defecto, un poema que se hace y se rehace, llegando a ser un anhelo imposible, pese al consagrado rigor del poeta. De ahí su persistencia, el intento diario de conseguir una totalidad siempre lejana.
Terca lucidez intuir que sólo se cuenta con los trazos, las huellas que dejan las palabras:
En los ojos crece la hierba,
se hace monte la palabra,
es impenetrable la escritura.
He ahí el cometido de Oficios de mampostería, libro que merodea la esencia de la poesía, buscar el rastro e las palabras, su estupor y perseverancia, el maravilloso acto de nombrar lo imposible a través de la metáfora espacial. Tras su laboriosidad y lenguaje corrosivo, devastador, paciente e impaciente se esconde una probable respuesta al origen de la escritura, un origen descentrado, indeterminado, un comienzo que incluso vislumbra el porvenir.
El poeta recorre de manera espontánea por medio del conjuro, el ruego, la súplica de protección y la rememoración constante. Y nosotros, los lectores descubrimos rasgos inéditos, sensaciones olvidadas: lo impenetrable de la luz, el ver todos los días el cadáver de una rosa, oír la respiración tranquila de los árboles, adivinar la presencia de una escalera o el alimento o atisbar la presencia fantasmal de las frutas.
El ser y el entorno se interpenetran, gracias a la actitud comprometida del poeta.
Obras de mampostería, lugar de errancia, sedentario constructor, aunque nómada en potencia, de alguien que posee una profunda conciencia del lenguaje: la poesía junto al abismo, una voz en plena metamorfosis, auténtica experiencia original.
La calle del capitán
Elmer Hernández
Germinar Editores,
Ibagué, 2008, 175 páginas.
En ciertos escritores que luchan contra el tiempo, la palabra se hace un elemento privilegiado, de constante preocupación, dimensión viva de la existencia. Naciente y sostenida vocación, la narrativa de Élmer Hernández inició con su libro Intersticios, donde sus cuentos Réquiem para Andrés y Los sueños de Cristobalina, poseen la pretensión de consolidar un mundo singular, auténtico, sensible, poblado de personajes cercanos al lector, únicos, llenos de pasión.
Desde entonces Élmer Hernández demostraba un talento, un hecho realizado y cumplido, la inauguración de un lenguaje que mezcla la realidad con la irrealidad y forma un universo creíble, auténtico y fantástico a la vez, desafiante del tiempo. En su interior encontramos nociones, ideas, juicios, concepciones, tamizadas por la fuerza de la imaginación y transformadas gracias a la labor de la ficción narradora.
Descubrimos a un narrador con creaciones dinámicas, colmadas de conflicto y tensión, cargadas de elementos significativos, necesarios en la trama.
Allí la vida tomaba ya ribetes de exaltación, crisis, recreación, densidad, concentración, realce humano de personajes instaurados como gestos vivientes, provistos de una voz y de un escenario propio. Los editores lo manifestaron: “El autor describe el miedo internalizado y crónico de sus personajes, la soledad y el nivel de angustia frente a la existencia humana; el amor trágico; el silencio ante lo siniestro, lo ominoso y hostil de la violencia que conduce a perder los límites entre la realidad y la fantasía”.
Es cierto, lo primero que seduce de Hernández es acercarnos a la frontera con lo real, la imprecisión rica de los límites.
Ahora con su libro de relatos La calle del capitán, ejemplo de su variada obra, continúa con la saga de un narrador cabal, no de un mero descriptor de anécdotas, sino el buscador de esencias que advierte, percibe, recuerda sucesos extraordinarios o fundamentales en su memoria, pero que además, distingue entre lo efímero y lo recurrente, entre lo que transcurre y lo que vuelve, lo que desaparece y lo que permanece. Sus textos se resisten a encajar en parámetros consagrados. De ambiguo género, imponen al lector el desafío de descubrir las claves de su interpretación durante su misma lectura, fundando su propia cartografía y expectativa. El diálogo entre realidad y ficción mantiene una constante permuta de sus lugares.
Y sin embargo los relatos de Élmer Hernández están fundados sobre la persistencia de la duda, la incertidumbre y la inestabilidad. La escritura surge así como una conexión lúcida de los sueños, las obsesiones y el miedo. Su motor generador es la distancia asumida entre las cosas y las palabras, entre los acontecimientos pasados y su actualización discursiva.
Búsqueda incesante, la escritura del autor es el anuncio de la fractura entre una realidad caóticamente múltiple y un universo de ficción coherente y centrado. La realidad y lo que se inventa (esa otra realidad) no coinciden por fortuna, en beneficio de la actitud creativa.
La calle del capitán es un encuentro consigo mismo y con la alteridad. Es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito del otro extraño e inaccesible y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye. Los personajes son el eje alrededor del cual los otros elementos de la narración se organizan, dependiendo en grandísima medida del movimiento o del estado de reflexión de aquél. Personajes elaborados como sujetos, con pasado, presente y futuro, hombres simultáneos, dotados de un universo interior e igual de un mundo fantasmático, expansivo.
Aunque parezca similar, el mundo del relato recrea de manera novedosa el mundo de lo real. El espacio del texto no es la simple copia del mundo real. Sus personajes aparecen suspendidos, detenidos en un tiempo que es más íntimo que cronológico.
Importa menos la descripción que la expresión de los estados interiores. Y todo apoya este detenimiento: los personajes que se vuelven ciertos y prófugos del cautiverio y fragilidad de la memoria, surgen de la historia personal, de un terreno más cercano a la ilusión, del deseo de explayar las imágenes subjetivas de la existencia, de lo transitado.
Recorrido, avance en perspectiva, lo cual supone una visión del ojo abstracto, insondable, perseguidor del acontecimiento ya tamizado por la memoria.
La calle del capitán propone una fuga similar al escape del tiempo, creadora de la ilusión del movimiento relativo.
El autor nos hace partícipes de su experiencia sensorial, de la actividad fabuladora del espíritu. Tocamos, atrapamos, exploramos. Propicia con ello un juego y una seducción dirigida al lector.
Los relatos del libro nos brindan la posibilidad de ver otros espacios y otros tiempos, fluidos e inmóviles al unísono. Y es más, la memoria desplegada tras la narración nos permite vivir, sobrellevar y experimentar ese segundo espacio y el otro tiempo.
Suscitar la vivencia, mediante el movimiento de la remembranza, es uno de los propósitos de La calle del capitán.
Élmer Hernández invita a mirar a través de cada texto una atmósfera que queda capturada, con sus contornos y prolongaciones, pues cada relato es un completo mundo en sí mismo, elaborado de modo muy personal.
En estos relatos hay fulguración poética, vuelo ensayístico, historias sorprendidas, escondidas, entrevistas, apasionadas; indagaciones filosóficas, psicológicas y existenciales.
Por ello sigue narrando y su oficio es su mejor aliado y destino a seguir. Su experiencia personal sigue creciendo, afinando su inteligencia y convicción. Sus relatos son viajes narrativos de utopía feliz, que incluyen sin ningún temor y a todo riesgo, una senda reflexiva y dramática, diversa y a la vez, llena de certidumbre e incertidumbres, definiciones e indefiniciones, la ambigüedad como fuerza de la narración. Es una poética de la perplejidad que desafía al lector tras los relatos de largo aliento. Su búsqueda primordial consiste en cómo dar lugar, en lo real vivido, a los sueños de la otra realidad.
La apuesta de Hernández es por revelar tal realidad, en combate contra la ignominia que rodea a los verdaderos creadores de voces y de ámbitos, quienes se empeñan en ejercitar un humanismo trascendental.
Aquí se produce un encuentro, la convergencia de una voz diferente, en marcha, dotada de una voluntad creadora, un ánimo que promulga la verdad interior, alumbrada e instalada en la escritura, pasión inventiva, facultad de imaginar (unión de concepto e imagen), valor intelectual, revelación de una parte de la esencia humana. Arte, técnica, testimonio, creación, experiencia, poesía y simbolización escrita, todo junto en estas páginas con destino a nuestra lectura.
Gabriel Arturo Castro
1 comentario:
Muy bien amigo Gabriel Arturo, siempre pendiente de las novedades literarias. Las obras de mampostería prometen grandes logros para los lectores juiciosos de la nueva poesía y los relatos del capitán aún están en mi mesa sin ser devorados.
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