Por: VICTOR
LOPEZ RACHE
La
poesía carece de época y edad, lugar y género… ¿cómo opinar sobre la generación
de la porción de tiempo en que uno ha nacido? Sin embargo, nos hermanan
circunstancias externas a la poesía. Violencias simultáneas, travesías por los
altibajos de una realidad alterada; en fin, debemos crear en una época de veloz
transición tecnológica, cultural y visual que, día a día, genera cambios en la
forma de abordar lo inaprensible de nosotros mismos.
¿Hubo
la reacción que toda generación debe tener con sus predecesores? Fue tímida en
la concepción del mundo y notoria en la construcción de la frase, el tono y el
manejo de la palabra. A movimientos anteriores el despliegue de sus hazañas
humorísticas les permitió el triunfo gracias a la seductora espontaneidad que,
irremediablemente, con el paso de los eventos se hunde en la nada. Esta
experiencia aconsejaba aproximarnos a la poesía de manera individual y
discreta. La gama de lecturas a nuestro alcance nos salvó de ser imitadores
fanáticos de figuras internacionales de culto. En la juventud ya habíamos
comprendido que es mejor ser un poeta –sencillamente poeta– con una voz propia
que un famoso con visiones y sonoridades prestadas. Siendo sinceros, no alcanzamos
el ostentoso título de relevo generacional.
Leímos,
no para ver nuestros poemas como los únicos, sino para entender que antes de
nosotros en Colombia existía la poesía, algo grave de aceptar en un poeta
joven. Nos habían precedido Roca, José Manuel Arango, Quessep, Obregón, Cote
Lamus, Mutis, Aurelio Arturo, autores fundamentales y, si la poesía se pudiera
medir en años, bastante cerca a nosotros. Tan cerca que en pocas décadas se
sabrá quienes, del siglo XX, fuimos poetas y quienes fuimos tenidos en cuenta
porque teníamos acceso a editoriales, universidades, amigos, influencias. ¿Será
que no se salva ningún poeta de los nacidos en el lapso propuesto por Luna Nueva?
La
incursión de la poesía escrita por mujeres logró consolidarse gracias a su
visión del mundo, a su autenticidad, a su preparación intelectual. Se expresan
con libertad y no acuden a sensibilidades adquiridas en la subasta de las
glorias de la poesía; lo confirma la obra de Piedad Bonnett, Amparo Inés
Osorio, Orieta Lozano, Mery Yolanda Sánchez. Claro, en antologías y
selecciones, a cambio de ciertas famas, uno quisiera ver más, por ejemplo, a
Clemencia Tariffa, Nana Rodríguez.
Alrededor
del dos mil alguien calificó a los poetas nacidos a partir de los 50, como la
Generación Trasparente, creo. Hasta ahora no se sabe si se refería a que eran
poetas sin un espacio visible o profesaban una ética. De afán se podría decir
que predominaría un comportamiento ético. No tenemos profesionales del exilio,
lo cual nos habría dado notoriedad. Carecemos de anarquistas oficiales, lo cual
nos habría concedido el derecho a la irreverencia aplaudida por los risueños
del poder. Nos faltó
un loco oficial, lo cual nos habría permitido autoproclamarnos minoría normal con
derechos a ser reconocida y aceptada. Fuimos poco audaces para crear nuestra nómina
de aduladores. Y carecimos
de temperamento para convertir nuestros poemas en una marca y, tal vez, ningún
publicista no lo habría propuesto; pues en todas las épocas la poesía ha
carecido de amplias clientelas.
Descifrando
las realidades de nuestra alterada realidad, me atrevo a aventurar lo
siguiente: a falta de leer nuestros libros, nos consideraron invisibles porque
nos correspondió transitar impensables y veloces cambios. La imaginación nos
decía que el mundo estaba incompleto mientras un oído escuchaba que la
inspiración no existía y el otro que la poesía había muerto; un dedo ardía en
las teclas de la finada máquina y el otro se paralizaba en el computador; un
pie fatigaba el pavimento y otro retrocedía en el mundo virtual; el papel nos
decía adiós y las pantallas táctiles, sin tocarlas, nos enceguecían; las
violencias importaban armas capaces de eliminar el alma y a la vez ponía de
moda el sicario, palabra y sujeto de épocas precristianas. Esta simultaneidad
de mutaciones nos ha negado la fortuna de mantener nuestro ser concreto en un
lugar de dimensiones visibles para ojos enseñados a ignorar lo impalpable de la
vida y los mundos ocultos de la poesía. Están enseñados a vernos tan poco que,
a nosotros mismos, nos ha correspondido preguntarnos si estamos vivos. Y no
puede, ni podrá ser, de otra manera. Debimos vivir una época en que no se puede
vivir y, sin embargo, somos tan persistentes que, todavía, intentamos reafirmar
nuestra existencia escribiendo poesía.
A falta
de leer nuestros libros, también, nos pudieron considerar Trasparentes porque
fuimos ajenos a la tradición que todo lo oficializó. A pesar de las condiciones
peligrosas para la libertad de sentir, vivir e imaginar, permanecemos lejos de
la fantasía oficial (cero inspiración en figuras de la pantalla); alérgicos a
la clandestinidad oficial (nada de aduladores de la subversión); reacios a
glorificar la delincuencia oficial (ni un versito a burócratas y políticos);
adversos a los dogmas espiritistas (ninguna plegaria de justificación a los
desmanes de Dios); enemigos
de la miseria oficial (no pedimos ningún espacio de rodillas), aunque
editoriales y recitaderos sugerían que entregásemos nuestra dignidad vendiendo como
Gran Poeta, ya a una profesional de la limpieza del calzado, ya una actriz de
televisión.
La
falta de reverencia a los distintos tentáculos de la oficialidad cada día nos
dejaba sin opción y, para completar, nos desligamos de mitos ancestrales y
parroquialismos urbanos. Tampoco imitamos tonos declamatorios ni humorísticos;
el enojo del poeta de negro llorón nos arrebató una sonrisa y nos causó honda
pena la pose satisfecha del versista de la diplomacia; las músicas cansadas y
los espejos ciegos no fueron nuestras guías; aún nos cuesta aceptar que las
metáforas son eternas y su número inmutable; comprendimos que a un creador le
es mejor tener hijos literarios y no padres, cuyas herencias los lectores
cobrarán sin consideración. Cuánta angustia nos causaría que señalaran a un
compañero de generación como el mejor poeta colombiano del siglo XVIII porque
escribe como escribió aquel poeta en el siglo XVIII.
Las conexiones anteriores a un ensayista o a
un crítico no les serviría como sustento para llamarnos Trasparentes, menos
cuando a ninguno de los poetas del 50 (según estadísticas, pasan de los cien)
se le ocurrió, siquiera, proponer un manifiesto que, luego, permitiría ponerles
calificativos. Fue otro de nuestros aciertos; pues encerrar a unos autores en
un membrete es decir que no hubo ninguno, así se mencionen tres o cuatro como
nombres sobresalientes.
Los
gestores culturales sufrieron una mutación súbita en sus inexplicables
emociones y, mientras caía hasta el Muro de Berlín, ellos levantaban duras
fronteras alrededor de la poesía. Pálidos vimos llenar plazas de toros con
poetas sin un verso. Parques enteros con auditorios prestos a aplaudir sin oír,
sentir, entender. Supimos de concursos temporales en que llegaban decenas de
miles de trabajos remitidos por personas que jamás habían leído a un poeta.
Para los creadores raras veces ha habido un instante en los medios masivos de
distorsión. Festivales y encuentros nos dieron la oportunidad de asistir, en
vivo, a aquello que los expertos llaman literaturas comparadas. Pero si
exceptuamos a los poetas de obra incomparable con las conocidas en lo largo del
siglo, sobre todo, sirvieron para comprobar que los poetas colombianos, con
trabajos muy superiores, carecen del espacio y la fama de sus pares
extranjeros; basta leer las memorias sin la encendida pasión que profesamos a
todo lo extraño a nuestra integridad.
Algunas
de esas sorpresas literarias del turismo internacional, incluso, han sido
alquiladas como jurados del único concurso –más generador de envidias que de
poesía– que el ministerio de cultura celebra cada dos años en un país de casi
50 millones de habitantes. Siendo tan usureros con los estímulos a la creación,
¿por qué, más bien, no editarán poemarios para que pueda haber una valoración y
un diálogo entre lectores, poetas y críticos? Tamañas ocurrencias, a algunos,
nos hicieron comprender que el arte de la palabra también es de los vencedores.
Y mientras el capricho de los vencedores sea el criterio, las antologías serán
manipuladas, las colecciones vergonzosas, los premios capciosos. Y lo grave: mientras
el arte de la palabra también sea de los vencedores, a la imaginación sincera
le será imposible expresarse y la poesía seguirá despojada de sus misterios. Y
lo más grave: mientras el arte de la palabra también sea de los vencedores, en
otros ámbitos, el pavor será elevado a ideología sagrada.
En un
mundo de normas sujetas a los humores de lo vigente, es ridiculizada la belleza
que inventan los creadores atemorizados en su encierro. Por ello comprendimos
que la voz personal, la hondura, la revelación, la vitalidad de un verso,
normalmente, están divorciadas de los escenarios del presente. Mucho más cuando
los espacios cada día se cierran en detrimento del desarrollo de los talentos.
Se cierran aunque la globalización brinda la esperanza de acceder a los dones
de la ubicuidad; pero brillar, al mismo tiempo, en Bogotá, México, Buenos
Aires, Madrid, torna la apertura de las fronteras geográficas en barreras
espirituales para actores distintos a los amos del comercio, la delincuencia y
la frivolidad.
Así mismo
comprendimos que el sello definitivo de un autor también puede ocurrir en sus
últimos intentos y, confiando en esta posibilidad, en un anonimato superior al
de nuestras publicaciones iniciales, no dejaremos de buscar la poesía en el
mundo invisible, en las violencias, en objetos, en experiencias cotidianas, en
las distintas variables del amor. De lo contrario, nuestra falta de terquedad
le ocasionaría un rompimiento a la tradición de siglos, y ello nos concedería
el rotulo de Trasparentes; pero no de poetas. Para tener plena certeza debemos
esperar a que cesen los espejismos que todo lo nublan. O los fingidos
espejismos.
Los
desplazamientos que, sin movernos, hemos sufrido a lo largo de la vida han sido
pocos para anularnos la capacidad de dudar y, entonces, antes que el vértigo le
cause otra alteración a nuestra conciencia, es justo preguntarnos:
~¿Corremos
el riesgo que conlleva la creatividad o, nos acomodamos a los moldes de épocas
superadas?
~¿Nuestros
poemas poseen niveles de complejidad mental y emocional, estilística y
temática?
~¿Tenemos
la dicha de leer escritores universales en contra del gusto, la comodidad, el
prestigio, la familia?
~¿Nos
amparamos en alguna institución, privada u oficial, para ostentar la poesía
como adorno de nuestra personalidad ávida de culto?
~¿Descubrimos
nuevos misterios para no agotarnos en los que han hecho posible la poesía
vigente?
~¿Inventamos
un mundo y somos fieles a él sin importarnos sus abismos?
~¿Cultivamos
la humana memoria como resistencia a la supermemoria de internet cuyo fin es
estimular el olvido?
~¿Tomamos
la palabra para enfrentarnos, solos, contra la moda, la tradición y, en
especial, contra la poesía y nosotros mismos?
~¿Convertimos
en poesía las alteraciones ocasionadas al espíritu y la realidad o poetizamos
como dicta el decoro de la academia que no causa ni percibe molestias?
~¿Intentamos
la necesaria violencia de lenguaje, trasgresión a la gramática, trastornos a
los significados y recursos literarios?
~¿Nuestros
poemas parecen escritos por un pulso correctamente formado en talleres,
facultades de literatura y recetas al alcance de un clic?
~¿Si
el ambiente y la época determinan la poesía, entonces, VILLON y VALLEJO, por
ejemplo, poetizaron en un tiempo y un entorno más propensos a la poesía que los
nuestros?
~¿Somos
autocríticos hasta el punto de eliminar lo que nuestra seguridad intelectual
considera superior a la poesía consagrada?
~¿La
sensibilidad insumisa, inherente a los poetas auténticos, nos ha llevado a
sentir la felicidad de liberarnos de condicionamientos visibles e invisibles?
La
falta de distribución ha impedido leer, siquiera, un libro de cada autor de la
larga centena; sin embargo, el respeto incondicional a los poetas, la
irrevocable confianza en la poesía y el egoísmo generacional, me dicen, sí,
claro, sí. Y como una opinión no pretende emular a las laureadas Tesis con
mínimo 199 bibliografías, de comienzos de la década propuesta por Luna nueva, se podría citar a Samuel
Jaramillo, 50; Omar Ortiz, 50; Santiago Mutis, 51; Julio Cesar Arciniegas,
1951; Guillermo Martínez, 52; su forma de poetizar nos recuerda que el poema,
como el helecho, no necesita de flores para ser bello. Estos poetas están más
cerca a los de la década precedente que a los poetas de los umbrales del 60
como Flobert Zapata, 58; Robinson Quintero, 59. Por ello es absurdo hablar de
generaciones y fronteras temporales cuando se trata de aproximarnos a los
cultivadores de la poesía. Julián Malatesta, 55; Felipe Agudelo, 55; y Armando
Rodríguez, 56, serían el punto de equilibrio junto con Rómulo Bustos, 54, cuya
obra es reconocida dentro y fuera del país, y a quien debemos agradecerle
versos como los siguientes:
Has construido un buen vacío
Ponlo ahora sobre tu corazón y aguarda
confiando en el paso de los años.
Además
del resultado del buen vacío que por fin certificará nuestro paso por la
tierra, mi fe irrestricta se basa en lo siguiente: La poesía ha existido sin
poetas, sin territorios, sin alfabetos oficiales e, incluso, sin lengua; en
cambio, los espejismos pueden nublarlo todo de acuerdo a las dinámicas del
equipo interdisciplinario de mercadeo y publicidad. Y mientras este dinamismo
alcanza el máximo punto de la curva en que desaparecen espejismos y novelones,
ojalá exista algún aventurero del lenguaje, la imaginación y la paciencia que,
a falta de editoriales, tenga sus libros invernando en los archivos del
silencio. Sería un acto de dignidad con el oficio del poeta: prolongar la
esencia de la poesía en el anonimato, como sucedió con Aurelio Arturo, Carlos
Obregón, Silva y, como ha sucedido, con poetas inevitables del resto del mundo.
Esta tradición milenaria debe prolongarse para sonrojar la espectacularidad,
los aplausos carnavalescos y las tiernas cadenas del afecto perverso que, a
través de internet, convierten las neuronas en plastilina. Si ello no está
sucediendo, no tendríamos poetas importantes para la historia de la poesía;
pero con lo poco que nos ha concedido leer la nula distribución de las
reducidas publicaciones, sin duda, tenemos poemas indispensables para la
memoria. Y, ay, Señor de los Vacíos, la insobornable lectura que hacen los
años, elimina las colecciones de finas pastas y con un par de poemas consagra a
aquel poeta que las alucinaciones del presente habían refundido en las
injusticias del aislamiento y la marginalidad.
3 comentarios:
¡Excelente texto! Sobre todo porque el gran problema de la poesía colombiana es la falta de lecturabilidad.
Los poetas se cuidan los unos a los otros, pero no se leen entre sí, ello unido al tráfico de influencias, burocracias . Cuánta razón tiene el autor, y componendas; tantos engaños alrededor de un arte hecho espejismo.
Los poetas se cuidan los unos a los otros, pero no se leen entre sí, ello unido al tráfico de influencias, burocracias . Cuánta razón tiene el autor, y componendas; tantos engaños alrededor de un arte hecho espejismo.
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