Por Daniel Padilla Serrato
En
1996, Henry Luque Muñoz decía del libro Alquimia
de la media luna de Gabriel Arturo Castro, que “las palabras hablan desde
mitologías dormidas, desde metáforas paleolíticas. No cabe duda que el poeta
halló en sus estudios de antropología y en la energía inspiradora de la
generación precedente, el auxilio animador para ahondar en la tradición lírica
colombiana, entre cuyas voces es deudor eficaz del espléndido Aurelio Arturo.”
Por supuesto. Gabriel Arturo, como un
aplicado y silencioso alquimista ha venido trabajando en la sombra, sin ruido,
en la soledad de su juicioso oficio, para configurar una voz poética que se
nutre tanto de los maestros, como de los mitos de los más diversos pueblos,
asimilando una memoria colectiva que, en su atanor de poeta, es reinterpretada
y se resignifica con cada lectura. En ese tránsito, desde un lenguaje
primordial verificado en Alquimia de la
media luna, Castro Morales, pacientemente, de la mano de esa memoria
ancestral y de su vocación lúcida y esforzada, ha enriquecido la poesía
nacional con una obra que, en palabras de Santiago Espinosa, “aunque no es
demasiado extensa, la aleación de sus materiales conforma ya una alquimia
original, que se defiende por sí sola en libros profundos y decantados”.
Así también lo entiende Víctor López
Rache, cuando afirma: “Gabriel Arturo Castro nos recuerda la vieja pregunta,
¿has visto algo perfecto sin la paciencia? Desde el Libro de alquimia y soledad, que le publicara el concurso de
poesía Ciudad de Bogotá, en 1992, permanecía estudiando y comentando a otros
autores e iluminando con sus agudezas críticas. Tras los versos de Job es su segundo libro y se publica gracias a
que ha obtenido el premio nacional de poesía Porfirio Barba Jacob 2009. Es una
enseñanza estética y una actitud ante la vida que, ahora, no existen si no
están en exhibición permanente”.
Tras
los versos de Job
—continúa López Rache—, “revela con angustiosa claridad la experiencia humana.
Logra expresar el dolor del hombre en un tono que no se puede describir ni
comparar. Es un tono que trastorna la sensibilidad y el alma del lector sin acudir
a armonías que se logran con ciertas combinaciones de palabras o trasponiendo
en la página oralidades cuyos acentos perturban o encantan el oído. Es un tono
que convoca experiencias innombrables; pero vividas por cualquier doliente de
la historia y la sinrazón”.
La obra poética de Gabriel Arturo Castro
se nos aparece de esta manera como un cuerpo que vive, respira y siente; como
un todo dialogante y orgánico, cuyo denominador constante es la convicción en
el oficio de la escritura como posibilidad ontológica y realidad
espiritual.
Así, su más reciente libro, el que ahora
nos ocupa, Día antes del tiempo es el
intento de configurar un tiempo propio, extraño, ajeno al ritmo vital
ordinario. Pugna aquí el poeta por transmutar ese cauce lineal de todos los días
en un instante donde la memoria y el presagio sean a la vez contemplación y
conocimiento interior: Las campanas de la
vieja noche forman un círculo / Dentro de él un largo crujir de fantasma / el
no apaleado / ángel desleído que sufre por el espesor de su piel / suerte en
blanco de quien pierde su nombre / y está por fuera del tiempo y de la brújula.
En la primera parte del libro, que lleva
por título La astilla, palabra tardía
el poeta traza un círculo, planta un hueso en la tierra para que el mundo retorne
a su antigua forma, porque sabe que “la imaginación siempre regresa”. Ya el
ensalmo se prepara, la figura arcana abre las compuertas de otra realidad y
brota una selva de imágenes de cuño nocturnal, febriles, impregnadas con el
desgarramiento y la desdicha natural de quien se sabe atado a las contingencias
del mundo y de la existencia, y a la vez obligado a consumirse en el fuego del
verbo y de las piedras ardientes para habitar esa dimensión paralela. Y es que
son sus propios huesos los que Gabriel Arturo Castro va sembrando en estos
poemas que celebran la palabra como ritual, como creadora de orbes donde la
música del lenguaje es reverberación mágica, salmodia, imprecación y hechizo
del retorno.
La memoria cruje en estas palabras
tardías, astillas punzantes que el poeta ha recogido con la piel abierta a
través de caminos arduos y bosques que se ensanchan al conjuro del verso.
Entonces es posible mirar por el hueco de la cerradura y asistir al paso de
animales fantasmales, animales-palabra, animales-recuerdo, presencias del
ensueño en las hogueras de la noche que “afila los dientes y saliva”, pues “la
palabra devora caminos”. Gabriel Arturo sabe muy bien, por oficio y convicción,
que “hay que enrojecer por la palabra”.
A lo largo de este paisaje endurecido
por el tiempo y las fulguraciones lunares, se nos hace presente la noción de
sacrificio, de inmolación en el ara de la escritura. La escritura no sólo
ritual, no sólo magia, no sólo calcinación en el abismo, sino arma blanca para
dibujar con sangre el espacio interno y el propio cuerpo, “palabra-cuchillo,
palabra-armazón”, altar y herida.
En el mundo comprimido de La astilla, palabra tardía el instante
se sirve de la posibilidad creadora, de la orilla circular del lenguaje
poético, del pulso forjado a fuego y cincel. El tiempo se ensancha y recorre
calles, estancias, párpados durmientes, puertas, ventanas, fábulas infantiles
donde el alma y la lengua ruda de todos
los árboles / se precipitan en el agua interior y “La sed hace infinito el
sueño”. Será por aquella mordida
primigenia de la experiencia onírica que el poeta acepta la maravilla del
misterio y el olvido: El hombre está al
servicio de su noche / huésped que sueña / niebla de extraño / ¿Y si mi cara
estuviera plomiza y mis ojos blancos? (…) ¿Soy la criatura que pregunta con los
ojos encendidos? / Al día siguiente volveré a nacer.
Es un tiempo que conduce pausadamente hacia el retorno, hacia el
incierto destino del origen y es atravesado por la fragilidad y la
incertidumbre. El tiempo se mira en el contradictorio espejo del no tiempo, se
busca en los rincones, en solares y escaleras, en las ruedas y pasos del
viajero, en la ambigua flora del corazón que canta, siempre a la espera de la
belleza. La astilla apunta hacia el primer jardín e inevitablemente señala la
ruta del destierro.
La segunda parte de este libro, titulada La urdimbre, el hilo oculto es el regreso a la vieja casa, a la casa
de la memoria y de la infancia. Para ello, el poeta se sirve, como Teseo, de
una madeja —esta vez hecha de palabras— para no perder el camino, ni olvidar el
significado de los viejos símbolos. En uno de sus ensayos, Laberinto extremo el propio Castro señala: “El hilo salvador puede
ser la escritura, la palabra, la mejor literatura (no la dirigida a las masas
dóciles y amedrentadas), aquella que nos sirve de faro, hilo y señal de vida”.
La memoria colectiva y la memoria personal, juntas en ese laberinto donde
a cada recodo acecha el minotauro, acuden al lenguaje para trasladar la
existencia a un espacio mágico cuyo arquitecto es el tiempo poético, “un tiempo
ajeno al quehacer de los relojes”. Este viaje circular se lleva a cabo bajo la
potencia de la Noche atávica, Mnemosine, Circe, Proserpina: La noche, arca funeraria, cofre mágico, maza
/ de hierro, es la misma, inmovilizada en el / tiempo. Noche primordial,
eterna, inmutable, poblada de secretos y presencias ásperas, severas, en
ocasiones mensajeras de la muerte, ante cuyo poder se rebela el poeta. Pero
también la noche es un templo, un camino, el viaje mismo, la palabra ardua que
el peregrinaje se encargará de desentrañar si se permanece atento a su
respiración, a sus gestos: La luz eterna
suspira, se estremece y muere / El guardián, portando un pálido farol / vigila
el lenguaje de la noche. Poeta
trashumante, nómada de geografías físicas y mentales, Gabriel Arturo ha sentido
la redondez de todos los senderos. Para él, entonces, la ruta noctámbula de la
poesía es “Una sombra lunar (que) se
fija por siempre en el talón”.
Se advierte en la huella del viajero el signo/sino de ouroboros, el
cíclico movimiento de persecución en la fractura del día que violenta la noche,
el temblor del hombre tocado por el sueño, el rasgado esplendor y los ojos
voraces devorados nuevamente por el alba, huérfanos de asombro. Para dar cuenta
de esa orfandad o de la maravilla que la propicia, nunca nos alcanzan las
palabras. Hay que ganar la revelación a punta de úlceras y muescas en la piel,
con cicatrices que el rigor en carne viva esté dispuesto a dibujar en la ceniza
de la que estamos hechos. Así lo confirma este poema, cuyo título es
precisamente Revelación: Lejos de los
faroles están los elegidos / el sello, la luz amortiguada / el trazo oblicuo e
infatigable / no el pedante ornamento de los señores agotados / sepulcros de
las letras, la legión equivocada / de batallas y muertes pictóricas / oscuro
poder bajo el castillo y la soberbia / Penosa es la revelación de la palabra.
En eso parece insistir Gabriel Arturo cuando dice que “la geometría es
un trabajo de cincel y de eterno arpón”. Porque
si Otros venden epigramas / el mapa
confuso de su frente / su caligrafía veloz al margen de la hoja / letanías y
sus letras mínimas, para él la poesía es pulimento interior, pesca hacia
adentro, vigilia alucinada, espera, labor de quietud y silencio, artesanía de
huesos, semillas y piedras.
Día antes del tiempo es un libro hecho de sensibilidad y ceñida belleza, escrito con la
tintura del silencio. López Rache diría que es como el helecho, que no necesita
de flores para ser bello. Geografía de sueño e imaginación, en sus páginas se
comprueba la sentencia del pueblo Maya que reza: El tiempo es arte. Con este libro, Gabriel Arturo Castro nos invita
a participar del trayecto de la infancia y la escritura, los soles verdaderos
del amor, el hastío, el reclamo por la barbarie estéril y la decadencia.
También la necesaria fe está presente, y estancias en las que ojos y manos son
tragados mientras surgen las palabras tardías y ocultas, aquellas que nos
fueron dadas frágiles y esquivas para señalar el espejo y el agujero por donde “el
lenguaje absorbe todo el espacio”.
Basta recordar este santo y seña para salir por ese mismo agujero
transformados, a caminar en ascuas, a recorrer el mundo en busca de esa “estación
interior”, a sabiendas de que la realidad, el espíritu, el sueño y sus
tempestades, siempre serán los bordes de una inestable herida, esa de
imaginación y coraje, permanentemente cultivada y habitada por el poeta.
Allí sin duda existe el reverso del mundo, donde el tiempo secreto —el
de la voz interior— se sienta en el sótano redondo de la memoria, a la lumbre
del hogar, con la vista fija en una anciana vendedora de aves, que tal vez sea
la misma abuela llorando en el jardín.
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