Gabriel Arturo Castro
Y sin embargo, Pao-Yu, que como los lotófagos se olvida de lo que ama, -país, mujer, vida- persigue, a veces ignorándolo, pero sin detenerse, el espejismo permanente del origen de su vida y su destino.
Comedores de lotos, bebedores de lágrimas, no perdimos nuestra memoria del pasado y del futuro. La inclinación a olvidarse, a convertirse en esa tubería de que hablaba T.E. Lawrence, a través de la cual transcurre tumultuosamente el flujo de la vida, es más poderosa en las épocas agitadas en especial cuando parecería que se ha logrado un comienzo de quietud. Contradictorios, egoístas, nos olvidamos a veces (...)
Así se
refiere Pedro Gómez Valderrama, en su lúcido texto titulado Los lotófagos,
a uno de los males más grandes que padece el hombre: el olvido, construido
sobre la negación y el silenciamiento de voces, palabras, imágenes y acciones
arraigadas, es decir, de la exclusión de la memoria, su enterramiento,
descuido, abandono, inadvertencia o postergación.
Lo
peor es que a través del olvido se han impuesto versiones particulares de la
historia y de la experiencia, o lo que es lo mismo, nos han definido un
solo tipo de memoria domesticada, hegemónica, colonizada, parcial, adaptada a
un régimen de verdad autoritario, el cual reposa al interior de las más
tradicionales instituciones, llámense éstas capillas, grupos de presión,
generaciones, iglesias, feudos o escuelas puristas, instituciones
caracterizadas por su servidumbre a la formalidad del pasado, el reparto
burocrático de privilegios y su hostilidad a cualquier innovación o cambio de
pensamientos, concepciones y nociones precedentes.
Dichas
órdenes construyen la subordinación, la amnesia, la reducción, las viejas
premisas del oprobio a la libertad de las ideas. ¿Acaso la verdadera escritura
no debe motivar la disidencia y la reinvención de la memoria histórica, el
surgimiento de otra gramática de la evocación, de los orígenes, del pasado y
del presente?
Por
ejemplo, al referirse a uno de estos grupos de poder, Ortega y Gasset llamó dimensión
espacial a uno de los dos asuntos que implican el criterio de generación,
escritores que nacen en un determinado lugar o asumen desde allí su labor
creadora. Noción localista y poco universal de la literatura, tal como lo
afirmó Eduardo Mateo Gambarte: “El concepto de generación es intrínsecamente
perverso, porque cierra la literatura a las fronteras de lo nacional, de lo
regional, de lo local”.
Tal
concepto es de naturaleza sociológica y es sinónimo de “grupo instalado en el
poder” y la periodización de la literatura y la denominación de tales grupos es
una labor caprichosa e interesada. Generalmente se descuida la valoración
estética de la obra, su trascendencia y calidad, para atender pormenores de
época social, status, biografía o momento histórico. Nuestras denominadas de
mil maneras “generaciones”, son casilleros, cónclaves, guetos fosilizados que
adoptan miembros y adaptan nombres. Sólo los autores mediocres, sostiene
Gambarte, permiten su encajonamiento en las características de dichos grupos y
su posterior domesticación.
Al
respecto, Raimundo Lida, dando como ejemplo a la creación poética, expresa:
“Las obras poéticas que pueden explicarse, sin dejar residuo, por su tiempo, su
generación o escuela no son las obras mejores. Los poetas presos en las
circunstancias de su época no son precisamente los grandes poetas, sino
aquellos de quienes Lope dice que - andan en cuadrilla-“.
Lezama
Lima afirmaba que lo fundamental era poseer una obra individual y al mismo
tiempo coral. El trabajo en el todo y en el uno debe ser igualmente
eficaz, “pues entre nosotros, han existido grupos que no tuvieron figuras
individuales esenciales y al contrario, figuras individuales muy importantes
que no tuvieron nunca un ritmo coral”.
Al
generalizar y simplificar se anula de paso cualquier particularidad valiosa o
una posible lectura crítica que sobrepase los parámetros ideológicos,
políticos, culturales o mercantiles, dados como distractores superficiales.
Olvidan
que una generación es “una acto espiritual”, tal como la definiera Guillermo de
Torre, o como la vislumbrara Ortega: “... una escasa minoría de corazones de
vanguardia, de almas alerta que vislumbran a lo lejos zonas de piel intacta”, o
“solitarios que cultivan el diálogo con fanatismo y creen en la
intercomunicación de la substancia y en el canto conjunto”, desde la mirada de
Lezama Lima, quien siempre consideró al grupo de la revista Orígenes como
una familia colmada de aliento, principios vitales, trato frecuente, conversación
inteligente, amistad creadora, punzante, misteriosa, implacable, sutil,
laberíntica, en cuya raíz estaba la tendencia a la universalidad de la cultura,
el espíritu de la modernidad, lo imperioso de la expresión nueva, la búsqueda
del paisaje propio y el levantamiento del mito de la insularidad.
Ante
los diálogos fragmentados, el malestar de las palabras en fuga, la contundencia
de la muerte, la insolidaridad, “surge la imperiosa necesidad de una palabra
reveladora, de una palabra que saque del letargo a los confinados por el
olvido”, a los egoístas o negligentes que han perdido la sombra, la gratitud,
el mínimo recuerdo del origen de su vida y de su destino.
Volver
a la libertad recobrada, diría Gómez Valderrama, ya que la existencia de la escritura
depende de ella. “Porque la libertad tiene la magia de que mantiene, y si es
preciso, resucita en el espíritu el ímpetu de la defensa, de su precaria
posesión de que para ella no existen ruinas, sino experiencia”.
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