Calvario
La res se tiende sobre la hierba y espera la herida
la luz del cuchillo;
ese segundo de olvido que conduce a lo otro.
Para evitar el hambre
la madre sumerge el rostro de su hijo
en las entrañas tibias de la res;
ese universo de carne y vísceras.
En los ojos abiertos de la res muerta
el niño se contempla un instante
y comprende sus propios ojos,
su voz sorda
deformada por su aliento
y por el aliento último de todo lo que existe.
Anatema
Flotaban en el río
los cadáveres de varias vacas jóvenes.
Tras unos arbustos
y estremecido por el agua
que en medio de la muerte se movía
un becerro apareció.
Gemía y corría tras la corriente
para alcanzar el fango
que ya vencía los cuerpos.
Desesperado
sin entender los caprichos de Dios
y el tajo de desdicha
que le había tocado
a la tarde bramaba
y a su paso
un hilo brillante de sangre iba dejando.
Corría entre las ramas
herido y triste.
Lejos, en la sabana,
aun el galope de los caballos
fustigados por el grito de los asesinos
rondaba las montañas;
eco de batalla que se sostuvo toda la noche
aunque ya no hubiese
hombres ni vacas
con quienes festejar esta matanza.
Magdalena
De una vieja ceiba
tres soldados cuelgan a un perro de manchas cafés.
Como repitiendo los gestos de un espíritu cruel
intentan desprender la cabeza del animal
intentan separarla de su cuerpo.
Por turnos estiran la cadena
que une al perro con el árbol
fuman,
ríen
toman aguardiente
en improvisadas copas hechas de totumo.
Matan el tiempo entre la selva,
se divierten cuando el perro aúlla
y su llanto animal se extiende tremendo
hasta que al fin la cabeza
del cuerpo se separa.
Entonces toman sus fusiles en silencio
y vuelven por la espesa selva
tranquilos
a sus rondas nocturnas.
La res se tiende sobre la hierba y espera la herida
la luz del cuchillo;
ese segundo de olvido que conduce a lo otro.
Para evitar el hambre
la madre sumerge el rostro de su hijo
en las entrañas tibias de la res;
ese universo de carne y vísceras.
En los ojos abiertos de la res muerta
el niño se contempla un instante
y comprende sus propios ojos,
su voz sorda
deformada por su aliento
y por el aliento último de todo lo que existe.
Anatema
Flotaban en el río
los cadáveres de varias vacas jóvenes.
Tras unos arbustos
y estremecido por el agua
que en medio de la muerte se movía
un becerro apareció.
Gemía y corría tras la corriente
para alcanzar el fango
que ya vencía los cuerpos.
Desesperado
sin entender los caprichos de Dios
y el tajo de desdicha
que le había tocado
a la tarde bramaba
y a su paso
un hilo brillante de sangre iba dejando.
Corría entre las ramas
herido y triste.
Lejos, en la sabana,
aun el galope de los caballos
fustigados por el grito de los asesinos
rondaba las montañas;
eco de batalla que se sostuvo toda la noche
aunque ya no hubiese
hombres ni vacas
con quienes festejar esta matanza.
Magdalena
De una vieja ceiba
tres soldados cuelgan a un perro de manchas cafés.
Como repitiendo los gestos de un espíritu cruel
intentan desprender la cabeza del animal
intentan separarla de su cuerpo.
Por turnos estiran la cadena
que une al perro con el árbol
fuman,
ríen
toman aguardiente
en improvisadas copas hechas de totumo.
Matan el tiempo entre la selva,
se divierten cuando el perro aúlla
y su llanto animal se extiende tremendo
hasta que al fin la cabeza
del cuerpo se separa.
Entonces toman sus fusiles en silencio
y vuelven por la espesa selva
tranquilos
a sus rondas nocturnas.
Quiero verlos a todos, quiero
mirarlos, quiero
echar una mirada muda sobre mi pueblo asesinado,
Y voy a cantar… Sí… ¡tomo el violín y canto!
echar una mirada muda sobre mi pueblo asesinado,
Y voy a cantar… Sí… ¡tomo el violín y canto!
Jizchak Katzenelson
Sobre el riel que sostiene la última noche
corren a través de la bruma los vagones.
Los vagones
úteros enfermos
escupen al detenerse, brazos y cabezas.
Los cuerpos que bajan y caminan hacia el muro
son solo espectros
a quienes después de vagar por fatales geografías
les arrancan de las manos
hijos
maletas
ropa disecada por la sangre ajena
por su misma sangre.
Antes de la pólvora,
antes del pánico por su propio corazón,
antes de los coágulos que se extienden sobre la carne
para conservar unidos los fragmentos,
antes que nada,
la boca abierta reclama un gesto
que remede el espíritu humano;
moscardones
aunque sea,
acostumbrados al olor oxidado de la sangre
caliente en las alcantarillas.
El Aro
Rodaban por la montaña
eran un solo río
que atrás dejaba
la carne flagelada de sus padres.
Como un río eran una sola herida
que vagaría por las ciudades
hasta la época de la ceniza.
Un río que florecía como un largo puñal eran.
Traían en las manos
amados
afilados huesos
armas o amuletos
tallados con el brillo de los dientes
por si la sombra los volvía a encontrar
ahora huérfanos,
curtidos.
El niño recoge espigas de sol.
Vuelve sereno y cantando por el campo.
Revienta sobre su cuerpo el fusil del asesino;
lo embiste la noche.
Vuelan por el aire sus ropas
como banderas de una patria
con cualquier nombre.
San José
Eran apenas tres niños
de cinco o seis años.
En el campo de maíz jugaban
a ocultarse de las balas.
Era apenas uno
cuando el juego terminó
y corrió a su casa.
En la casa y encima de la cama
solo quedaba
jadeante y bello
un perro blanco que respiraba con esfuerzo
el último suspiro de un viejo
que sostenía sobre su vientre la cabeza del animal.
Camila Charry Noriega
nació en Bogotá, Colombia. Es profesional en estudios literarios y trabaja como
profesora de literatura. Ha publicado los libros Detrás de la bruma, Común
presencia editores, Bogotá, Colombia, El día de hoy, Garcín editores, Duitama,
Colombia, Otros ojos, El ángel editor, Quito, Ecuador y El sol y la carne,
Ediciones Torremozas, Madrid, España. Ha participado en diversos encuentros de
poesía en Europa y América. Algunos de sus poemas han sido traducidos al
inglés, francés y al rumano.
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